SUBLIME  

El optimismo ilusorio puede ser tan nefasto como el pesimismo crónico

Walter Riso 

Las razones para vivir o para morir son solo elaboraciones mentales, simples o complejas, que responden a nuestra capacidad o incapacidad de sentirnos vivos.

Qué nos hace sentir vivos es la pregunta fundamental. La respuesta es: la intensidad emocional. Muy simple en realidad, como resultado, claro, del tortuoso proceso mental de complicar para simplificar. Así es la naturaleza humana.

Ha dicho bien, el muy famoso psicólogo Walter Riso, que “si no ardes por algo o alguien, si nada te sacude hasta el alma, si apenas te llega el entusiasmo, vas mal; algo te detiene. Vives a medias”.

Para vivir al completo, plenamente, se requiere, pues, intensidad emocional. Mala noticia para todos los detractores de las emociones, que piensan que suprimiéndolas o conteniéndolas pueden vivificarse, es decir, tomar fuerza y vitalidad, a partir del raciocinio, lo cual es solo un autoengaño y una justificación de su miedo a ser heridos, a no saber manejar su sensibilidad, a la culpa y la vergüenza que les produce esta incapacidad, e incluso al malestar de la “cruda” emocional.

La posibilidad de vivir sin sentir no existe. Ni siquiera para los psicópatas, que no son del todo carentes de emociones, sino que necesitan mucha intensidad, la que puede dar, por ejemplo, torturar, humillar, matar, o cualquier otra perversidad que los hagas creer que tienen poder sobre la vida y la dignidad de las personas que se vuelven sus víctimas.

La solución es aprender a gestionar nuestras emociones, y esto no solo incluye el manejo de las que hemos calificado como negativas, sino la generación de las positivas en las intensidades requeridas para llegar a esa excitante sensación de sentirnos vivos. Éstas generarán las hormonas requeridas para ello: adrenalina, serotonina, dopamina, oxitocina y/o vasopresina.

La técnica se llama sublimación. Su definición amplia es: engrandecer, exaltar, ensalzar, elevar a un grado superior. Una forma de idealizar, pues. Otra de sus acepciones es “romantizar”, neologismo que aún no reconoce el Diccionario de la Lengua Española.

La sublimación o romantización de personas, cosas, situaciones, relaciones y circunstancias no es una reacción. Es decir, contrario a lo que acostumbramos creer, no depende de lo que nos pasa ni de quién entre o salga de nuestra vida. Es un impulso vital, una creación propia que podemos moldear y manejar a nuestra voluntad. Que la traigamos todo el tiempo en automático es otra cosa.

Sublimar conlleva, necesariamente, encontrar belleza en algo, y ésta es un asunto personalísimo. Es la búsqueda esencial del alma; su prolegómeno existencial. Aunque haya estándares sociales al respecto, solo son chips para la adaptación, pertenencia y éxito en sociedad, en una época y cultura determinadas. Son, fundamentalmente, herramientas de supervivencia que acostumbramos convertir en un falso yo, al que después le damos carácter de verdad e intensidad. O sea, nos la creemos.

Percibir belleza es una habilidad espiritual de los seres humanos, que nos permite sublimar para, básicamente, enamorarnos e incluso apasionarnos de la intensidad emocional misma. Las cosas, personas, relaciones y situaciones son solo el vehículo.

El problema con esta capacidad innata es que la podemos aplicar en los procesos autodestructivos. Somos capaces de romantizar la depresión, la ansiedad, la enfermedad, el desconsuelo, el maltrato y el sufrimiento para permanecer en ellos, no para trascenderlos.

En psicología, el termino sublimar tiene el sentido, acuñado por Freud, de transformar nuestras pulsiones negativas internas en acciones positivas y bellas, como cualquier expresión artística.

Lo importante para satisfacer este impulso vital es entender que podemos sentirnos vivos cuando queramos, no solo cuando “nos suceda”. Hacerlo, además, para disfrutar la vida, y no para evadirla, refugiándonos en una burbuja de exacerbado bienestar y optimismo o resignación y crónico pesimismo. Sentirnos mal y bien, ambas formas son necesarias si queremos ser felices. Es la paradoja insalvable de la vida.

La técnica es para el siguiente artículo.

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