FALSA MODESTIA

Brilla sin culpa

Paolo Cohelo

Piense usted en alguna ocasión en su vida en que haya expresado en público orgullo por sí mismo, recibiendo gestos reprobadores o burlones, e incluso comentarios directos sobre su falta de modestia y humildad. Todos tenemos al menos una experiencia de este tipo de condicionamiento social para el apocamiento, que se convierte en inseguridad personal y falta de autoestima, a la larga tras sucesivos reforzamientos o ipso facto si se trata de un episodio traumático.

La modestia y la humildad han sido interpretadas a lo largo de la historia de la humanidad como una obligada conducta social para igualarnos a los demás, no destacar y mucho menos expresar nuestros logros, para no ofenderlos, de manera que hemos convertido la auto satisfacción en un defecto y la mediocridad en una virtud.

Y hay culturas, como la nuestra, en que el auto reconocimiento es una de las conductas más castigadas socialmente, por lo que ubicarse en el polo opuesto, el de exhibir una sencillez extrema que nos hace parecer serviles y sumisos, se convierte en lo digno. Hemos llegado incluso a, literalmente, santificar la pobreza, condición socioeconómica que tiene entre sus causas una dimensión cultural cuyo peso aún no ponderamos suficiente, porque hablar de ello es, también, de mal gusto o políticamente incorrecto.

Parecería que las virtudes no tienen vuelta de hoja y los defectos, en el polo opuesto, tampoco. En una visión maniquea, no hay margen para el error. Pero en la vida diaria resulta que se confunden con mucha facilidad.

En primer término, no se entienden a cabalidad, ni los defectos ni las virtudes, especialmente éstas últimas. La modestia, en su dimensión ética, no es otra cosa que la moderación al expresarse de sí mismo, no la obligación de no hacerlo. Su único límite es la ostentación, es decir, la presunción, pero ¿quién la juzga?

Ubiquémonos desde el que oye a quien reconoce sus propios méritos; es más, hagámoslo desde el que escucha a cualquiera que habla de sí mismo en el sentido que sea: no podemos evitar las comparaciones, a menos que queramos hacerlo, y la mayoría traemos el piloto automático puesto, es decir, ni siquiera estamos conscientes desde qué postura interior estamos recibiendo la comunicación.

Si nuestro piloto automático de las comparaciones opera –como generalmente lo hace– a partir de nuestras heridas de infancia, como las de injusticia y falta de reconocimiento, que crean sentimientos de fracaso constante e insuficiencia personal, nos auto despreciaremos si consideramos que somos menos que otros y veremos su auto satisfacción como presunción o, en el otro extremo, experimentaremos una alegría perversa si creemos que “salimos ganando”.

Bueno, esto es lo que se llama envidia, y no hay ser humano que no la haya experimentado. Las experiencias emocionales sí son las mismas para todos, con sus matices personales, ciertamente, que es lo que hace a cada individuo único. De lo contrario no habría vínculo alguno entre seres humanos.

La envidia es uno de los “defectos” más mal malentendidos y rechazados socialmente. Sin embargo, su reconocimiento es un paso obligado para la humildad, que es lo único que nos puede hacer modestos. La humildad es un sincero reconocimiento de nuestros éxitos y errores, fortalezas y debilidades, verdaderas motivaciones, lo que hemos superado y lo que no.

La humildad no es sinónimo de modestia; la primera es un proceso, la segunda una actitud y un comportamiento. No es pobreza ni sumisión ni extrema sencillez. Ni siquiera es falta de ostentación, es autoconocimiento y, por tanto, una valoración justa de nosotros mismos, con mucho amor propio, de manera que tengamos la capacidad de celebrar aquello que hacemos bien y recapitular, reconsiderar y corregir lo que hacemos mal. Y eso nadie más puede hacerlo por nosotros.

Y si a los demás les ofende lo que logramos y les contenta lo que no, es su problema, no el nuestro.

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