TODO ES UN PRETEXTO  

No era ni una verdad, ni una mentira, sino un pretexto

Raymond Queneau 

De una u otra manera, todos mentimos, pero a nadie le gusta aceptar que miente. Es “normal”, pues, conducirse de una manera que consideramos reprobable. Nunca le decimos a otra persona: “ok. Te mentí”. Ni siquiera nos lo confesamos a nosotros mismos, para no tener que sufrir ese malestar interior que proviene de saber estamos muy lejos de ser la persona que nos exigimos ser o creemos que somos.

Ya hablamos de ello hace unas semanas. La consonancia cognitiva o congruencia es una de las necesidades psicológicas más apremiantes. La forma en que manejamos el malestar que nos produce la incongruencia es lo que determina si somos felices o infelices. Si realizamos los cambios necesarios para que haya una nueva armonía interna, estaremos satisfechos con nosotros mismos, base de la felicidad; si, en cambio, armamos todo un andamiaje de justificaciones para ponerle parches a la disonancia, nuestro bienestar emocional estará siempre pendiendo de alfileres.

Esas justificaciones, que no son la verdad, pero tampoco la mentira que jamás estaríamos dispuestos a aceptar que hemos orquestado, se llaman pretextos, es decir, excusas falsas, motivos simulados para justificar que lo que pensamos, sentimos y hacemos no está a la altura de lo que los demás esperan de nosotros y lo que, en consecuencia, nos exigimos en nuestro fuero íntimo.

Y es así como nuestra vida está llena de pretextos. Es más, está fincada en ellos. En su calidad de semi mentiras o semi verdades, como se quiera ver, nos mantienen en esas zonas de confort que hemos creado para no tener que enfrentar realidades molestas.

Los pretextos, falsas excusas o motivos simulados tienen ya un nombre entre los estudiosos de la conducta humana: “esqueísmo”, término acuñado por la psicoanalista española Teresa Terol, quien nos dice que esta forma de justificación nos aleja de quienes queremos ser, porque la convertimos en una verdad interior. Le creemos a esa voz paniqueada que únicamente pretende protegernos de toda perturbación, a costa de la consonancia cognitiva o armonía interna.

Todos estamos acostumbrados a creer que lo que pensamos e imaginamos es veraz, y ese es uno de los más grandes errores del ser humano. Tenemos miles de pensamientos e imágenes asociadas en sucesión ininterrumpida, cientos por segundo, aunque no seamos conscientes de ello, y la mayoría no son racionales y ni siquiera tienen valor, mucho menos veracidad. Sin embargo, detonan emociones negativas, que son las que terminan manejando nuestras vidas.

Aprender a captarlos, aislarlos, analizarlos, volver a relacionarlos y, finalmente, desmontar todo el andamiaje de nuestras creencias, que necesariamente deben evolucionar conforme cambian nuestras circunstancias, es el principio del camino a la madurez, la seguridad personal, la paz mental y, como consecuencia, la felicidad, que no es un estado de perpetua dicha ni una sucesión de acontecimientos placenteros, sino la sensación que proviene de la satisfacción consigo mismo.

Este desmantelamiento de insustancialidades, pretextos, catástrofes, sospechas, miedos y preocupaciones, entre otras formas de pensar e imaginar de manera tóxica, es igualmente el fundamento para la inteligencia emocional, pero, mucho más importante, para la reprogramación mental que hará que nuestra vida cambie, a la que hay que ver como una disciplina de vida, no un acontecimiento psicomágico.

Para que nuestra vida no dependa de ese frágil andamio con el que nos autoengañamos, hay que escuchar nuestros “esques”, aunque no contengan esa forma gramatical, y para ello hay que poner atención en lo que le decimos a la gente, porque las falsas excusas o motivaciones simuladas están hechas para los demás, y el proceso de creérnoslas es el requisito para que nos las crean.

Hay miles de pretextos por cada verdad, individuales y colectivos, nuevos y viejos, de uso común o muy creativos, pero todos dirigidos a no hacernos responsables de lo que hacemos o dejamos de hacer. Haga su lista.

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