VIVIR EN MOSCÚ (II DE II)

Mikhail Sergeyevich Gorbachev, (con e) nacido en una familia de campesinos pobres y religiosos de ascendencia ucraniana y bautizado en la iglesia ortodoxa, fue el continuador de las reformas de Andropov.

El glasnost (apertura) y la perestroika (restructuración) no pretendían acabar con el socialismo ni disolver la URSS, al contrario; buscaban hacer la vida más justa y fortalecer a las 15 repúblicas que la integraban, dándoles mayor autonomía y democracia.

Igual que muchos de los dirigentes de entonces, ambos procedían de familias humildes que habían pasado penurias de la guerra y estaban orgullosos de su rodina, (patria).

Eran semejantes a los veteranos de la Segunda Guerra Mundial que los 9 de mayo acudían con sus condecoraciones al Parque Gorki de Moscú, donde empezaban a asomar entre la nieve brotecitos de plantas y catarinitas rojas, a conmemorar el Dien Pavieda (Día de la Victoria).

Gorbachev se sintió atraído desde muy joven, por los planteamientos reformistas de Nikita Jruschov y lo afectó profundamente su discurso en el XX congreso del PCUS (1956), exhibiendo los crímenes del estalinismo, porque sus abuelos fueron torturados y dos tíos murieron de hambre.

Cuando en marzo de 1985, a la muerte de Chernenko, llegó al máximo poder de la URSS, debió enfrentar como antes lo había hecho Andropov dificultades para “transformar lo mío privado, en lo nuestro común”.

Se desperdiciaba la mitad de las cosechas de frutas y verduras y producción de carne.

El 20 por ciento de los artículos industriales no llegaba a la venta, por falta de material de empaque o mal cálculo del contenido al tamaño de las familias.

El maltrato al público en dependencias, clínicas y almacenes crispaba la convivencia y en las colas para comprar alimentos, se perdían seis horas semanales por persona.

La corrupción era generalizada y su lucha por erradicarla, afectó intereses en los mandos del gobierno y el partido.

Su campaña contra el elevado consumo de alcohol, principalmente en hombres en edad productiva, fue muy impopular.

Con mayor democracia y libertad, afloró el descontento en las 15 repúblicas socialistas; empezando por las del Báltico -Lituania, Letonia y Estonia- anexadas militarmente en junio de 1940.

Finalmente, el 25 de diciembre de 1991, Gorbachev anunció que la URSS dejaba de existir.

Ahora, con motivo de su reciente muerte, medios y personalidades se han referido a su histórico papel al optar por la paz y evitar la confrontación, retirar las tropas de Afganistán, impulsar la amistad con naciones europeas y facilitar la desaparición de los países socialistas.

Que había tardado, porque gente que entonces conocí en Checoslovaquia, Hungría y Alemania, estaba harta; y eso que había más libertad y bienes de consumo, que en la URSS.

Por todo eso, que terminó con la Guerra Fría, le fue otorgado el Premio Nobel de la Paz; pero siempre lamentó, que Occidente no hubiera reconocido los méritos de Moscú y aprovechara sus problemas para ampliar la OTAN.

Gorbachev difería del actual jefe ruso, en casi todo; empezando porque Putin retomó la costumbre de los jerarcas, de mantener en la sombra a sus familias y él demostraba públicamente amor a su esposa Raisa y sus hijas.

Pienso que el mejor elogio que podría hacérsele es el odio de Putin, manifestado al responsabilizarlo de la invasión a Ucrania y negarle un funeral de Estado.

Durante mi estancia en Moscú, además de los funerales de Breshnev y Andropov, me tocó el del marido de Tamara Vasilievna, portera del edificio; a quien pedí hacerse cargo del aseo de mi departamento, para no quedarme a sacudir muebles y encerar pisos en lugar de salir a conocer preciosidades.

Y una mañana subió muy alterada a decirme que no podría trabajar tres días, porque de madrugada se había ahorcado su esposo.

Los servicios fúnebres ya habían recogido el cuerpo para embalsamarlo y la policía, tomado declaraciones a la familia.

Y había gestionado el paquete funerario, que el Estado soviético daba a los deudos para que pudieran celebrar ritos y comidas.

Pero, conforme a la usanza de Los Urales en uno de cuyos pueblos Tamara y Sergei habían nacido, debía ser enterrado con una camisa “blanca y de puro algodón” y zapatos “de cuero verdadero”, imposibles de conseguir ni siquiera en las comitzias, (almacenes de ropa usada) y tiendas de la calle Arbat donde se empeñaban lujos de otros tiempos.

Tamara corrió al Teatro Bolshoi, donde lo inviernos trabajaba como acomodadora, sacó del vestuario una camisa y compró en una tienda hindú unas pantuflas de piel que le quedaron grandes “pero, como ni va a caminar…”

Al día siguiente llegó una carroza-autobús, con Sergei dentro de su ataúd rojo, para que se despidiera del lugar donde vivió.

Una orquesta de pensionados tocó música triste y los vecinos se persignaban comentando que había pasado sus últimos años deprimido, desempleado y en constantes pleitos con el hijo mayor de Tamara, también alcohólico, y que no era suyo.

En ese camión fuimos a una iglesia ortodoxa para que un Pope (sacerdote) contratado por el Estado, lo bendijera.

Y a un panteón que como extranjera no debía visitar, porque estaba a más de 36 kilómetros del radio donde podía moverme; no fuera a ser, me dijo una funcionaria desde que llegué a la URSS, que sin quererlo o por mala fe, cayera en algún sitio de investigaciones secretas.

En el cementerio esperaban un fotógrafo y una maestra de ceremonias, también empleados estatales, que ladearon mucho el ataúd buscándole al muerto su mejor cara.

Le acomodaron mechitas de pelo para que no se le notara tanto lo morado; explicaron a Tamara y a sus niños, que debían dirigir la mirada “con amor y la cabeza baja” a su rostro, colocando una mano en su cajón.

Y obligaron a Masha, portera de otro edificio, a quitarse su viejo abrigo porque “desentonaba el conjunto”.

A las fotos siguió una procesión hacía la tumba igual que la de los lideres soviéticos, pero más modesta: Tamara con el retrato, la hija con el cojín rojo y una medalla y amigos con la cubierta del ataúd, que taparon antes de bajarlo a la fosa.

Le aventamos kopeks para que no le faltara dinero en su viaje y comimos arroz blanco con pasitas, para darle fuerza y que no llegara agotado a la otra vida.

Regresamos a casa de Tamara, que puso en la cabecera de la mesa un lugar para él, esparció sal en el blanco mantel, colocó un vaso con agua y prendió una veladora para que tuviera luz mientras daba a Dios, cuenta de su vida.

Cenamos pollo, esturión y pasteles del paquete funerario; que incluía cuatro botellas de vodka, el mantel de lino y cristalería para 12 personas; que había que devolver lavada.

En medio de llantos brindamos por la paz, primer brindis que hacen siempre los rusos, la URSS, México y el difunto.

Tras cada brindis decíamos, boye boye gaspadín pomieyu, (señor Dios acuérdate de él) y se alababa a quien, tras tantos tragos, ya era Seriosha, (Sergito).

Pero con el paso de las horas, los elogios se transformaron en insultos por los problemas que “ese desobligado borracho”, había dado a su mujer.

 

Autor

Teresa Gurza