HABITUARSE AL CAMBIO

Todo cambia, nada es

Heráclito 

Los hábitos son esa parte de nuestra vida que nos da la falsa idea de que podemos permanecer para siempre en nuestra zona de confort, que no es otra cosa que esa frágil seguridad que sentimos con la sempiterna repetición, no solo de conductas, sino, sobre todo, de pensamientos y emociones.

Cada vez que pasa algo que amenaza esa seguridad, nos aferramos más a los hábitos que hemos desarrollado, por perjudiciales que sean, con la expectativa de mantener el control de nuestros bártulos mentales y emocionales, a fin de tapiar nuestra asediada zona de confort.

Usamos pues, nuestros hábitos, no para alcanzar objetivos y mejorar, lo cual implicaría que son temporales y deben sufrir cambios una vez cumplidos nuestros propósitos o acabados nuestros ciclos; sino para evitar lo inevitable: el cambio, sobre todo de maneras de pensar y sentir, porque en ellas hemos fundado nuestra identidad.

No obstante, la identidad, lo mismo que la deseada estabilidad, no son, ni deben ser, eternas. Son solo fases de nuestro desarrollo. Únicamente el cambio posibilita la mejoría, sin embargo, hemos depositado en la vida esa responsabilidad: nos ponemos cómodos en nuestra zona de confort esperando que pase algo en nuestro entorno que nos transforme para bien, que traiga todo eso que anhelamos. Suerte, le llamamos.

No tomar la responsabilidad del cambio hará que nuestros hábitos, así parezcan buenos, sean destructivos para nosotros, pues el intento desesperado de conservar el engañoso control que creemos tener sobre nuestras circunstancias, nos llevará a los excesos.

Pero, como decía el gran Víctor Frankl, psiquiatra creador de la logoterapia, sobreviviente de los campos de concentración nazis: “Cuando no somos capaces de cambiar la situación, nos enfrentamos al reto de cambiar nosotros mismos”. Para entonces ya estamos en crisis emocional.

Aprender a cambiar nuestros hábitos, sobre todo mentales y emocionales, no tiene por qué acabar en tragedia griega, si comprendemos que el cambio es inevitable y que podemos producirlo antes de que la realidad nos atropelle.

Quién no se ha dado cuenta, por ejemplo, de que victimizarse nos lleva a relacionarnos con los demás con una queja de por medio, un reclamo, una culpabilización, entre otras formas de manipulación, y que esto los aleja de nosotros.

En su fuero interno, toda víctima (solo de sí misma, por supuesto) lo sabe, pero lo justifica porque ha creado su yo alrededor de esta forma de pensar, sentir y actuar, y se aferra a ella con la errónea creencia de que identidad solo hay una.

Pues bien, quien se esclaviza a su identidad nunca encontrará ni la seguridad ni la tranquilidad ni la felicidad buscadas, porque está aferrado a un ideal de sí mismo. Todos construimos un yo que nos guste para poder relacionarnos con los otros, aún quienes tienen baja autoestima, que esperan la compasión y protección de otros por su minusvalía.

Así pues, sentirse víctima de los demás y de la vida no es más que un hábito, una conducta aprendida y fortalecida durante años. Es nuestra responsabilidad cambiarla y solo está en nuestro poder hacerlo.

Paso a pasito, aprendemos primero a dejar de quejarnos internamente. Cada vez que descubramos que tenemos una queja en mente, buscamos el lado bueno de las cosas. Así aprenderemos a dejar de sentirnos infelices.

Para cambiar un hábito, lo imprescindible es tener es un poderoso motivo personal, como dejar de sufrir, y estar conscientes de que habremos de sacrificar la ganancia que ello nos acarrea. Sólo cuando el sufrimiento es mayor que la compensación que nos ofrece, estaremos listos para cambiar.

Estableceremos pequeñas metas, muy concretas, seremos flexibles y haremos adaptaciones, nos permitiremos fallar, porque la autoexigencia es autoboicot. Sobre todo, no cejaremos, hasta alcanzar el objetivo. Con ello habremos creado nuevos hábitos, y algún día tendremos que volver a abandonarlos para volver a cambiar. Habituarse al cambio es el mejor hábito.

 

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