ESPECTADOR

Nunca vayas a Marte

Salí al patio de mi casa durante la noche del último lunes de julio, mire al cielo y lo vi, era el planeta Marte, un punto brillante, rojo, no mayor a un milímetro entre mis dedos, al oriente de la ciudad, sonreí por un instante un tanto nervioso, mientras dejaba sobre la base del buró, ya terminado en su lectura, el libro de Lou Carrigan que lleva el mismo nombre de esta crónica, Nunca vayas a Marte.

Respiré con profundidad el aire de los últimos minutos de ese día, era una noche de antología poética, negra como el África de algunas lecturas, y me fui a acostar no sin antes dedicarle un suspiro a la luna, siempre tan metálica, opaca, blanquecina y sugerente, en mi caso, para seguirla amando a mi manera.

Confieso que la sigo dibujando en algunos de mis cuadernillos de apuntes y todas las noches tomo fotografías de su cara bonita para estar muy cerca de ella, claro que no haría lo mismo con Marte, sinónimo de guerra, que es una historia diferente donde abunda el desconcierto, el miedo, el terror y la incertidumbre.

El planeta Marte, sin embargo, está comportándose, hoy por hoy, de una manera amable con nosotros los terrícolas; según los astrónomos apareció en 2018 dando un paseo por el cosmos, a la manera de un tour interplanetario y entre sus objetivos estaba la Tierra, en una visita relámpago con algunos cuantos millones de kilómetros de distancia.

Es un planeta inteligente porque sabe que nosotros lo traemos en la cabeza. O mejor dicho nos tiene de cabeza. Es la locura terrícola pensar en Marte en esta época y desde nuestro telescopio poder imaginarnos también tantas cosas como cuando en los años sesentas del siglo XX al verlo por primera vez con la misma curiosidad infantil, los científicos se quedaron sorprendidos de su color rojo y tantos canales sobre su superficie que hubo quienes sugirió a los ingenieros marcianos dejaran de construir tantos pozos y puentes. “Dedíquense a construir casas, calles, avenidas, limpien esa atmósfera que nada tiene de romántica”. No me quedó otra cosa que sonreír, abrir y cerrar medianamente los ojos. “Una total locura cósmica”—me dije.

Aunque a decir verdad qué es una ciudad hecha de frías estructuras, alambres, cables, postes, puentes, materiales sin ninguna sugerencia estética que conmueva los corazones de los paseantes y suavice el estrés cotidiano del peatón, donde el cielo celeste se ha transformado en una maraña de redes de cables en las cuales nos

perdemos y a veces ya ni nos encontramos, como sucede con los llamados “desaparecidos”. Quizás, llegué a pensar, los marcianos vienen por nosotros y no lo sabemos. Ellos también requieren mano de obra barata. Esos “paseíllos” sobre la Vía Láctea nos dan en qué pensar, pues qué coincidencia, muchos terrícolas desaparecen durante el llamado perihelio marciano, que ni el propio Mausán está enterado.

Confieso que uno de mis deseos periodísticos es viajar a Marte. ¿Pero, cómo hacerle para estar allá? Su brillante luz me estremece al verlo todas las noches y escuchar por los medios electrónicos, repetidamente, por parte de la NASA que dicho planeta podrá ser visto ya por millones y millones de personas, no así por habitantes de Júpiter, Mercurio o Plutón. Claro, claro, que le pediré ayuda o algún consejo al navegante Adam Kinkaid, héroe de la novela de Lou Carrigan.

Al igual que la luna las temperaturas de Marte son extremas, de día infernales, de noche gélidas, de muchos grados bajo cero. Casi no hay atmosfera, a pesar de que las fotografías mandadas por las sondas Mars Pathfinder de 1997 y Mars Global Sourveyor de 1999, nos muestran otra cara de paisajes despejados y casi bíblicos y un sol a plenitud, pero de un aire irrespirable.

Me fascina el universo. Nos deja una incógnita: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? Jamás habrá una respuesta clara y

contundente, y pasará mucho tiempo para saber la verdad, pero de que existe Marte, existe, y el mosaico de imágenes provenientes del valle Ares marciano es un testimonio real de que dentro de diez años el hombre pisará ese suelo rojo y muchas celebridades de la ciencia, ahora postradas en los panteones del mundo y del universo que ayudaron por mucho tiempo con sus investigaciones, surgirán como cenizas vivas ante tal acontecimiento.

Descansando, no cabe duda, sobre una de aquellas rocas marcianas les dará la bienvenida a los terrícolas el gran mago de la ficción y primer habitante de Marte por derecho propio, me refiero a Ray Bradbury, el padre de la ciencia ficción.

Nada me distraería, pensé esa noche antes de cerrar los ojos: si el silencio es el rey del espacio, un silencio diferente al nuestro, el único comparable con él es la muerte. Y termino con la última frase de Lou Carrigan… “¡Como si uno no estuviera harto del silencio del espacio, y yo aquí mirando esa interminable oscuridad de la que puede surgir, en cualquier momento, cualquier cosa. c