ESPECTADOR

Saltillo Square

Para O.R.A. (+)

Todo mundo piensa en cambiar la

Humanidad, pero nadie piensa en

cambiarse a sí mismo.

LEON TOLSTOI

 

 

 

Después de leer a Henry James (escritor norteamericano-inglés 1843 Nueva York -1916 Londres), cuya obra literaria va más allá de las fabulaciones o historias cortas y se mete en las profundidades del alma y en las actitudes del ser humano, bien le puede quedar a Saltillo, como un traje a la medida, su novela “Washington Square”, publicada en 1880 en lengua inglesa.

Pasarían cien años para que en 1980 apareciera en América esta novela en una traducción hecha por la editorial española Fontamara y disfrutáramos de un autor penetrante, sutil, creador de personajes, analista del mundo femenino y dueño de intrigas magistrales como la del presente libro.

Sea o no un pensamiento loco el mío, dirán ustedes, pero válido porque para eso son las lecturas de un libro, parecernos o no a los protagonistas, gozar del drama entre una o varias personas o bien, llorar y disfrutar de una comedia o drama sonriendo de locura con Shakespeare, Moliere y Cervantes. Me pregunto: ¿Por qué no la escribió un saltillense antes que Henry James habiendo tanto material a la vuelta de esquina?

O mejor dicho, de puertas hacia dentro cuando nuestra ciudad, entonces hermosa y colonial, abría el alma de las familias a otras almas, para que usted y yo nos conociéramos y nos asomáramos a las habitaciones de las viejas casas solariegas y decimonónicas, y las muchachas en flor, como la heroína de esta novela, Catharine, de aquel entonces, asomaran su bello rostro enclaustrado por las ventanas temiendo que alguien las flechara y les robara el alma virgen en toda la extensión de la palabra y del cuerpo.

La historia extraordinaria de Henry James, es la triste vida de la jovencita Catharine. La leí por primera vez hace más de treinta años en la Universidad Autónoma de Nuevo León de la cual soy egresado orgullosamente, y debo ser franco, me llegó a los huesos y al corazón.

Viniendo de un escritor norteamericano que luego toma la estafeta de inglés, un hombre hecho y derecho, riguroso en su tarea intelectual, honesto consigo mismo y cuidadoso en extremo al hablar de la mujer, Henry James hace de “Washington Square” un poderoso libro que abre grietas, heridas y trae al presente, después de una centuria, cuántas tristezas y muertes se hubieran evitado en torno a un tema como es el “secuestro psicológico” o casi un feminicidio, de un padre hacia una hija, con todos sus bemoles de origen familiar y social, y todo lo que podamos imaginar.

Donde los progenitores creían hacer lo “correcto” con sus hijos reteniéndolos en casa si padecían de una discapacidad motora e intelectual y deformidad corporal o bien, en una clase social de élite y acomodada que determinaba poner un alto al desarrollo intelectual, afectivo de alguien no deseado en la familia, como lo fue en el caso de la niña Catherine que desde un principio la vio con malos ojos su padre, el señor Austin Sloper, médico de profesión, ¡increíble! pues su deseo era tener un hijo varón luego del triste destino del primero que murió a los tres años de edad.

La vida de una mujer en estas circunstancias no es fácil. Y bien lo saben quienes han padecido de este trauma, aunque también el padre sufre por no tener un hijo varón. Saltillo debió guardar por mucho tiempo grandes tragedias familiares de esta índole, en el silencio de los hogares del siglo XIX y parte todavía del XX ya avanzado, silencio eterno que engullían las paredes de las habitaciones quedando los sonidos y las voces femeninas de presencia gris atrapadas en cada uno de los átomos del material con que estaban hechas.

Si las paredes hablaran qué de cosas nos acusarían, algo que no se preguntó el padre de Catherine, el señor Sloper, quien para mantenerla alejada de él, a pesar de quererla a su manera, hizo cómplice a su hermana Lavinia para que la educara correctamente sin meter las manos él y fuera una mujer de excelentes modales y ejemplar, pero claro que sin ser bonita ni agraciada la buena de Catherine fallaría como siempre a la hora de alguna presentación ante la sociedad neoyorquina y él, su señor padre, quedaría siempre en ridículo.

En cierta ocasión, cuando la niña tenía doce años, el doctor había dicho a su hermana:

–Trata de hacer de ella una mujer inteligente, Lavinia; me gustaría que fuera una mujer inteligente.

Pero la atmósfera de la desilusión siempre estuvo de su lado. Porque él así lo quería. No veía en ella algo nuevo, una luz de esperanza que comenzara cada día de vida con una sonrisa y una alegría, sino que su terquedad machista era entristecer el día o el momento para echarle en cara a Catharine todo lo negativo de su proceder y presencia, mientras ella, en contraste, lo defendía del resto de sus amistades porque lo quería y lo amaba a su manera como hija fiel y veía en él a un hombre sin mancha alguna que la perjudicara a ella.

En cierta forma el feminicidio es un crimen que se gesta de diferentes formas. La muerte de una mujer en vida por cualquier motivo, máxime cuando ella es joven o es una niña, la ley debe castigar con fuerza al culpable. La vida del padre de Catharine estaba muy lejos de la justicia, o al menos él desconocía las consecuencias de su mal proceder.

Washington Square aborda un tema femenino por demás apasionante y dramático. En pocas palabras, cuál era, finalmente, el destino de Catharine y cuál el de todas que llevan su nombre en décadas de horror familiar. No dejarlas hacer su propia vida. Distraerlas, llevárselas de viaje como sucedió con Catharine en que el padre optó por “vacacionarla” a Italia y se olvidara ella del novio o amante. Hoy las secuestran y las matan.

Las dos hermanas del señor Sloper, Lavinia y Penniman, veían con buenos ojos la actuación de su hermano; Catharine era una chica bondadosa, humana en alto grado, inteligente y el enamorarse del joven Morris Townsend resultaba para ella un camino empedrado y difícil a causa del padre que no quería verla casada y feliz, y así perder parte de la dote que iría a manos del futuro esposo y no de ella.

A fin de cuentas el interés contaba mucho y la vida de Catharine estaba marcada por el lado económico y no del amoroso del cual poco o nunca hablaron el padre y la hija. Al paso del tiempo, el padre muere y ella sigue creciendo, transformándose en una dama soltera de costumbres apacibles.

Todo se había roto para ella en cuanto a sentimientos y creencias, herencia del padre, y el “viejo” amor del joven Morris ya olvidado, un amor que la trató mal a expensas del padre e indecisión del novio y que con el tiempo era como un fantasma para la pobre Catharine.

La hermana del señor Sloper, miss Penniman, finalmente se sintió derrotada quedando atónita al no conciliar a la pareja que alguna vez creyó amarse. La casa de Catharine tenía la dirección Washington Square, y una vez que salió despedido Morris Townsand de esa casa a grandes zancadas, Catharine regresó en paz al saloncito antiguo de la casa… “había vuelto a su labor de costura y se había sentado con ella… para toda la vida, por así decirlo”, dice el autor.

La portada del libro en su primera edición es sencilla y formidable: la imagen de Catharine, contemplando el vacío de la calle, a través de los cristales de una de las ventanas de su casa de la calle Washington Square.

Su destino y su voz se la llevarían las cuatro paredes de su habitación a la manera de un orfanato, mecidas por la luz solar y el silencio de un destino triste, y yo le pregunto al amable lector: ¿Cuántos rostros femeninos y saltillenses se convirtieron en imágenes de Catharine en aquellos años del porfiriato y de la llamada revolución en Saltillo?

Ahora, porque las hay, deambulan en la senectud como fantasmas por nuestras calles, y se asoman por las ventanas sin haber alcanzado el sueño de un amor correspondido y amado. O bien, en la noche se asoman por entre las cortinas de las ventanas ajenas y sus ojos de un color a tierra del desierto se van apagando y apagando como queriendo alcanzar un pasado de manera imposible.