ESPECTADOR

Ojos de muerto

Cuando le dije al abuelo que había muertos con los ojos abiertos, no me dijo nada. “¡Y es que hay fotografías de muertos, adultos y niños, con los ojos abiertos acompañados de sus deudos vivos, abuelo!” Permaneció callado.

Con un poco de miedo y coraje retomé la palabra: “¡O es que no les avisan que viene ya la muerte a su encuentro y dejan de pensar en otras cosas menos importantes! ¡Pero de que existen los hay, abuelo, debes creerme!”

–Hubo silencio.

El abuelo Alejo Díaz, que era su nombre y primer apellido, saboreaba todos los días por la mañana en el desayuno un café de fórmula especial de olla dulce con rajas de canela y vino blanco que preparaba Marguerite Telman, francojudía, mujer entrada en años, de jerarquía y lugar que se había ganado en nuestra familia como mucama histórica de mis abuelos maternos.

Mi madre Olaya María Díaz Buenrostro, ataviada con un vestido floreado, verde olivo, un cabello bruñido de sol y ensortijado, un cinto color miel y zapatos plateados sonreía al vernos. Ella solía platicar mucho con el abuelo todos los días; la mesa siempre estaba lista con lo mejor de los productos de la mañana, un vaso con leche, tortillas de harina integral, café, huevos, frijoles y jamón y algo de crema. Al frente, dos recipientes de barro vidriado con frutas del año: manzanas, una sonrisa de sandía, rebanadas de piña, mango y durazno, adornando en conjunto el centro de la mesa al gusto de Mage, mujer tranquila de mirada adusta y servicial.

Mi madre era una mujer feliz al lado del abuelo. Yo había crecido con él desde que mi padre nos dejó y se fue a vivir a otra región del país con otra mujer, como pasa en todos los matrimonios. Pero aun así, mamá y abuelo insistieron en seguir adelante y yo los apoyé.

Don Alejo era un hombre de empuje a pesar de sus más de setenta años de edad. Cejas pobladas, bigote abultado, carirredondo, cabello entre cano, hirsuto, ganadero en su tiempo, sabía matar animales caseros y de campo, en pocas palabras, era un legítimo cowboy de hacienda y rancho y eso se veía en las botas que calzaba de gruesa suela y piel de cabra.

Cuando caminábamos por las calles empedradas y en el horizonte se contemplaba la cruz de una parroquia, si alguien le gritaba “¡Adónde vas, Alejo, que valgas más!” Y entonces él le respondía: “Mira, hijo, no le hagas caso, míralo bien, es un cretino e inepto, lo conozco hace más cincuenta años y sigue atado al cordón umbilical de su casa y de su mujer, no sabe hacer nada, que no se te olvide esa cara de monstruo” –lo decía con coraje y determinación.

Zacatecano de origen, pues también le dio a la minería algún tiempo, el abuelo Alejo me caía bien, después de todo. Sus tres héroes de la historia de México eran Benito Juárez, Hernán Cortés y Francisco de Urdiñola. “Ninguno otro más te acepto, hijo” –acotaba con una sonrisa mordaz, alisándose la barba de arriba hacia abajo– con orgullo y como buen mexicano. Además de católico, por si faltaba algo.

Quería recordar siempre sus años mozos, alto de estatura, cobrizo de piel, ojos azules, brazos de acero y rostro adusto. Durante el resto del día, mi madre y él no dejaban de charlar y siempre con la mirada al frente es decir con los ojos abiertos, sí, como los de un muerto.

Ahora que recuerdo nunca he visto cerrados los ojos del abuelo. Es la hora nocturna que los dos platican largo y tendido; el viejo casi ni parpadea. La primera noche de mayo sospeché que algo pasaba entre ellos y me quedé para espiarlos. La puerta cerrada a medias del cuarto del abuelo dejaba escapar una luz mortecina y amarillenta, las horas corrieron y me ganó el sueño.

Al día siguiente mi madre me abrazó contenta, como una colegiala de escuela. Me acariciaba, me besaba y esperaba que todo funcionara con normalidad.  La miré a los ojos y ella hizo lo mismo, pero con alegría. Me quitó un peso su actitud. “El abuelo y yo te queremos mucho Adolfo, él ya conoce nuestra historia, a los dos nos cargó cuando estábamos chiquitos y ha sido como una bendición que se haya quedado entre nosotros”.

Otro detalle era que el abuelo nunca cambiaba de ropa y si lo hacía tardaba más de un mes o dos, o era parte de mi imaginación. Sus pantalones de mezclilla Levy, su camisa Country a cuadros, un sombrero a lo John Wayne y botas del color de la paja, era toda su indumentaria, sumándole un tufillo antiguo de familia. Además, otro gran detalle, fumaba mucho, cerca de dos cajetillas diarias de cigarros Faritos, uno tras otro, desaparecían de sus labios y le ayudaban, según él, a combatir su estrés y olvido, pero lo curioso es que sus ojos nunca se cerraban, ni para pensar.

Cuenta la gente que hay difuntos que cada cinco años bajo la tumba se cambian de ropa. Sus deudos tienen la paciencia de que cada dos de noviembre acuden a los panteones llevándoles un cambio. Genoveva Palacios ha sobrevivido así, pues su familia cada año, le lleva ropa limpia sin que se den cuenta; gusanos y alimañas no le han hecho nada desde aquel fatídico día de hace quince años que tropezó en el baño mientras se bañaba con los ojos cerrados y murió de un golpe mortal en la nuca. Ha permanecido sin cambio alguno bajo una losa indiferente que al frente   dice: “¡G. P. Feliz y contenta!”.

“Hasta cuando vas a seguir con esta farsa, papá, el niño algún día se dará cuenta de la verdad y no sabemos cómo reaccione. Es un niño feliz como los de su escuela y espero lo mejor en sus estudios. Quiero verlo así, papá, todo un hombrecito, contento y trabajador en lo suyo, no quiero que te lo lleves pronto”. Avísale a Mage que algún día de estos nos iremos, pero no te prometo que seamos los cuatro.

El abuelo era un hombre terco. Desde que se murió su esposa, Álgida Gómez de un accidente casero, pues le cayó en el rostro medio litro de aceite hirviendo, supo también que él moría. Nunca le avisó que había puesto en la estufa el recipiente lleno de aceite y de un traspié todo terminó para ella. Lo curioso es que el abuelo nunca avisó a la Cruz Roja ni la llevó a una clínica. Todo se lo guardó para él y su consciencia. El día de su entierro, fue a verla y por respeto a la familia, abrieron la tapa del féretro, la miró entera, sonrió y la pobre mujer no lo maldijo, al contrario “cómo es posible que te rías de esa manera Alejo delante de mis restos, tú sí que estas para el arrastre”. Así eran ellos, siempre inmaduros, dueños de un destino vulnerable.

Algunas de las habitaciones de la casa permanecían solas mientras el tiempo pasaba. Al regresar de la escuela mi abuelo me recibía y me abrazaba con solemne alegría. Solía decirme… “A tu madre y a ti los vi nacer y quiero que los tres estemos juntos por siempre, luego ya sabré como convencer a Álgida de que se venga con nosotros. Recuerda que cuando ella murió yo morí y Dios lo sabe.

A los tres años mi madre murió debido al estrés permanente y a los males del corazón a pesar de su renovada juventud que le imponía el abuelo, como si fuera un castigo. Supe luego que junto con el abuelo, todo parecía morir en aquella casa, ella también moría y mi cuerpo por las noches se transparentaba y traslucía, ese era parte del secreto de ambos que al poco tiempo descubrí pero sin asustarme. El viento que yo respiraba cada noche tenía un sabor áspero y amargo, mi cuerpo era un espectro que tomaba formas raras y caprichosas ante la mirada del viejo.

A mi muerte por embolia infantil, según dijeron los médicos, nadie fue con excepción de algunos cuantos curiosos. La soledad se ocupó de darme fuerzas para seguir “vivo” entre aquellas tres paredes de suelo y un cielo de cemento. Diez años después, algunos parientes lejanos se encargaron de exhumarme pues según ellos merecía mejor espacio junto al de mi madre.

La sorpresa que les di al verme fue que mis ojos permanecían abiertos y mi cuerpo un poco descompuesto a punto de estallar en la intemperie; hasta entonces comprendí que mi madre le había hecho caso al viejo testarudo y ordenó, para escaparme de su arrogancia y de sus garras, que mis párpados permanecieran abiertos como mirando hacia otra parte y sin miedo alguno, como lo sienten y gozan los ojos abiertos de un verdadero muerto.