ESPECTADOR

La mujer de ayer

A ella que me espera en silencio

ANÓNIMO

Alguna vez nos hemos preguntado cuánto le debemos a la mujer si de sensibilidad, fidelidad y hasta felicidad se trata. A través de las épocas y el tiempo, las nubes en el cielo han sido testigo de un abrazo, un beso, una caricia, y hasta un enojo cuando un crepúsculo cambia de color carmesí a un leve magenta, o bien, el “ronroneo” de un torpe minino solitario en el frío de la noche que con su maullido despierta las almas siderales plasmadas de silencio en cada una de las estrellas del universo que guardan por nosotros a la espera.

Ya lo decía don Camilo José Cela, escritor español, Premio Nobel de Literatura y buen bailador… “el mundo es una balsa de raro y convencional aceite que se alborota al primer soplo”, lo mismo pasa con el cosmos y el universo para el Creador, y para que lo diga el autor de La Colmena es porque tiene en los dedos de sus “cuatro manos” todo eso y algo más, de acuerdo al humor español que en sus escritos destila a su manera y que en cada reflexión nos conmina a repetir lo que para él ha sido el humus y la pepsina españolas de todos colores a través de los siglos.

Las palabras y los sentimientos también ocupan un lugar en el espacio y en la imaginación de quienes piensan que la vida no puede ser ni crearse sin la presencia de la mujer. “Y hasta en la soledad está ahí” como sentenciara Margueritte Duras: “Están muy equivocados los hombres. Concebidos, primero, por nuestros padres, a partir de una mujer, y luego con los años criados por tías y abuelas, por las lluvias y las tormentas que nos aplastan y por la suerte que nos haya tocado llegar al final, la vida suele ser esa larga y extenuante línea de quehaceres y haberes que se prolonga durante el día y la noche con y sin dolor alguno, pero que de alguna forma impone un alto fatal inevitable.

Las noches de luna grande, ahora que las tendremos por el resto del año, son como un sombrero enorme que se posesiona en cada galaxia en movimiento, no hay tiempo ni hora ni después para decidir que la vida es algo más que una sonrisa, un movimiento de ojos, una palabra, la presencia de una mujer atraída por la poesía, el amor en eterna presencia, pues cuando la mujer se decide puede cimbrar cada parte del cuerpo humano con la punta de una aguja, o bien como lo hace el abejorro que es un bicho que se posa en la punta de una lanza y arremete quijotescamente contra quienes desean destruirlo.

Siempre es bueno llorar por una mujer. ¿O es que hace mucho que no lo hacemos? Ellas merecen nuestras lágrimas porque lo son todo en la universalidad del tiempo. Decía el singular escritor norteamericano Truman Capote: “Oh, mujer –refiriéndose a Marilyn Monroe– eres como el vuelo de un colibrí, eres como la luz que se mezcla con el cielo y las nubes y qué son ustedes, ustedes son nuestras lágrimas y plegarias”.

Delante de una pecera, las mujeres son implacables porque su cuerpo toma la forma de un pececillo multicolor y cuando ambos se miran tienen deseos de venganza por su soledad a la que están confinados, así la mujer tiende a confiarse de que su soledad es algo bueno y provechoso, pero no es cierto porque para ella, hay algo más que las horas y los días, el tiempo y el espacio cuya abstracción y meditación amerita ser una Ofelia exquisita de matices shakesperianos, o una Cleopatra sórdida y mezquina.

Las mujeres son poetas por naturaleza, la misma mexicana sor Juana Inés de la Cruz, el Ave Fénix de México, la argentina Victoria Ocampo, la chilena Gabriela Mistral, entre muchas otras, conforman ese parnaso o reino de la poesía que han creado en el más allá porque sencillamente ellas son estrellas de aquel firmamento en espera de  nuestra presencia.

Ya lo sentenciaba el poeta y escritor Ramón J. Sender en su poema “La flor de ayer” de su poemario “Libro Armilar de la Poesía y Memorias Bisiestas”… “En la mano derecha que se abre con el sol,/ veras el almanaque de mi corta fortuna/ y mis prosperidades de humilde caracol/ en esta mano izquierda que se abre con la luna./” Todos tenemos este riesgo de pobreza y riqueza del corazón.

Y añade: “La poesía (como la mujer) no tiene caminos rectos sino helicoidales como el de las esferas y se cumplen, como las esferas mismas, fuera de lo lineal del tiempo donde están presentes vida y muerte, pasado y futuro. Así pues, se puede sentir la nostalgia del futuro y poner en ella la felicidad que el pasado nos regateó, pero pregunto –dice don Ramón–: ¿Somos felices?, ¿Yo poeta soy feliz? ¿Usted amigo lector es feliz?”

La mujer de ayer no es más que la mujer de ahora y de siempre, en ella culminan los caminos por los que debemos de  llegar en el buen sentido de la palabra y del medio en que nos desenvolvemos, en tanto no exista ese sentido negativo de permeación para con el sexo femenino, téngase la seguridad de que a ningún acuerdo final sentimental podremos redondear para un buen fin o mejor dicho, para la completa realización personal y hasta colectiva.

A lo largo de la vida las almas, de un hombre y de una mujer, tienden a igualarse, marcar terrenos en los que hay que repetir y reiterar que para seguir adelante es necesario no ir tan lejos sino culminar con un bien que los haya marcado en el quehacer de las horas y los días, y la mujer de ayer tiene la firmeza de que amará toda la vida y hasta después de muerta, porque tiene el poder de la pasión donde todo lo puede.

Finalmente, quiero dejar sentado qué es la mujer de ayer, hasta dónde poder llegar con ella cuando hemos sacudido nuestras ternuras y propiciado que el recuerdo y la memoria son retoños de nuestra real imaginación.

No queda más que aguantar, vivir y morir, o de lo contrario como bien decía a su manera don Camilo José Cela en una de sus páginas de La Colmena: “Me dicen que quiere usted un libro para su gato. ¡A ver si este le sirve de alivio en su ruindad que buena falta le hace al muy tuno! En él figuran bastantes poesías de Lope de Vega. Le deseo buen provecho, dígaselo”. ¡Sea pues esta reflexión! ¡Viva la mujer de ayer… y de hoy!