EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Una flor para perfumar el libro 

Al personal bibliotecario que ya está siendo vacunado.

¿Qué hubiera sido de la humanidad si no existieran los libros? ¿Cómo conservaríamos el conocimiento? ¿Cómo lo transmitiríamos y definiríamos? Este supuesto irreal alienta la imaginación como factor alterno de nuestra realidad.

Hace mucho tiempo que apareció el libro, algunos piensan que fue hace 6 mil años, otros le dan 500 años apenas, lo que es indudable es que desde su inicio comenzó haciendo su propia historia, sorprendiéndonos a todos lo dúctil como instrumento de almacenamiento a las preocupaciones del hombre.

El libro es el atesoramiento de una reflexión, de una pregunta que aparece como un flechazo de luz. Pronto este resplandor iluminó la habitación y mostró en su desnudez al hombre que se afanaba en encontrar vida hasta en el propio polvo.

Los surcos de lectura tienen el mismo ciclo de la agricultura. Hay que esperar, esperanzarse, derramar esfuerzo en cada paso, polinizar con ideas, verter agua para que florezca, deshierbar la breña insana, fortalecer cada tallo, esperar el fruto.

Durante la historia, este instrumento de lectura ha tenido acoso y peligro de exterminio. Hoy mismo se debate su propio destino una vez más. Debemos entender que gracias al manuscrito, se conservó lo esencial del conocimiento, esto generó mitos y largas tradiciones, misterios que se guardaban con el sigilo de la muerte. Luego, en nuestra época, que abarca casi 600 años, el libro impreso revolucionó haciendo un poco más democrático el conocimiento. Hoy se da paso a una nueva tecnología con textos interactivos: los libros virtuales, que no son más que un refuerzo para seguir conteniendo nuestra propia experiencia como especie humana.

Sin duda evolucionamos, pero la preocupación sigue siendo localizar el punto del texto de forma rápida, oportuna, hacer anotaciones derivadas de la reflexión y que ese nuevo conocimiento quede de cimiento para nuevas edificaciones. El nuevo edificio es el mismo hombre que, renovado, pide nuevas luces y exige nuevas formas para sobrevivir. Es entonces un motor de conocimiento, un recipiente como ruta para tener acceso a la intimidad. Por ello, la lectura es lenta y profunda, exige reflexión.

Esa parte de acercamiento a la realidad, llena de satisfacción, lo hace a uno pensar en lo infinito y nos lleva a cuestionarnos: ¿la acumulación de textos es sabiduría?

Pienso que todos estos artilugios, en papel o digitales, no piensan por uno y no sustituyen la capacidad del humano de pensar y de ser sabio.

Queda claro que el hombre es el propio artífice de su futuro. Por ello, el libro se convierte en un pilar de esa búsqueda de lo sempiterno.

Gracias a esto, tenemos asegurada la larga vida de los libros, porque siempre tendrán preguntas que hacernos y repuestas que darnos.

El libro es vida, es un manjar que página a página, renglón por renglón, frase por frase nos sostiene, y esa existencia queda como una anotación al margen derecho en el texto.

Lo más misterioso de este instrumento es que una vez leído, no se descarta, porque cada vez que regresamos a él lo hacemos con más y diferentes preguntas, nos abre nuevos caminos y, sobre todo, nos hace tener nuevas ilusiones.

 

El libro ahora es centinela, un vigilante activo de las cosas que realiza el hombre, de sus sueños, de sus aspiraciones, por eso la vida del libro es un peligro. Ya ha pasado que cuando el hombre se siente inseguro, ve en el libro una amenaza.

Cuidado, a muchos les gusta prender hogueras con ellos.

Afortunadamente hay otros hombres que sienten el libro como un apoyo.

Para mí es una necesidad, y es también un juego de retos y encuentros a veces de nada; en ocasiones es simplemente un instrumento para contar, a falta de borregos, páginas de la existencia mía y de la humanidad.

Celebremos este 23 de abril el Día Internacional del Libro de la mejor manera que podemos hacerlo: leyendo.

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo