EL MESÓN DE SAN ANTONIO

¡Primavera!

Era una especie de pregonero, un heraldo veloz y sigiloso que daba una noticia corta, y la decía sin esperar respuesta. La gente que conocía la fecha se llenaba de gozo y procuraba concentrarse en las pirámides para tomar la energía necesaria para su vida. Además, les gustaba observar el descenso de la serpiente por entre sus escaleras que, dicho sea de paso, era un espectáculo astronómico contundente y maravilloso. La casa del tiempo se convertía en la pirámide y era como un detenerse y comenzar de nuevo la vida. El regocijo venía con su llegada pues esa sensación de equilibro les hacía dibujar sonrisas. Tan curioso fenómeno les producía enormes mitos y rituales.

El español Alonso de León veía, además del fenómeno, el comportamiento de las personas y se admiraba consigo mismo de no sentir esa algarabía tan propia que ocasionaba el prodigio. Esa actitud le parecía tacaña. Se hacía tarde y le había entrado un ansia sin igual, quería hallarse al amanecer en Teotihuacán, ser de los primeros en subir a la pirámide. “¡REDIEZ! Esta tardanza de Xóchitl – Paloma me ha enfado demasiado. Estoy ¡que no cruzo el mar en la bestia!” Metió la mano en el bolsillo en donde traía una gran cantidad de cosas necesarias, todas decía “para que los espíritus se serenen”. Extrajo un reloj para corroborar el sentido del tiempo, lo miró con detenimiento, hizo sus interpretaciones y se dijo: “bendita madre patria, en ella debe ser el nuevo día”. Algo de consuelo encontraba en ese desasosiego que le ocurría con pronunciar la frase que sonaba a una cortísima oración. Necesitaba la presencia de Xóchitl – Paloma, cualquier alteración a este evento le originaba una descarga de acidez inusual. Se había acostumbrado a sentirla, a ver cómo atrapaba flores en el lago, cómo dirigía con solvencia los menesteres de la casa, “tan sutil como suave”, todos admiraban ese dominio de su persona y del entorno. Ella siempre tan puntual con sana razón en sus ideas, la hacía brillar, hablar, callar, le daba una hermosura tierna, como colibrí que pica la flor.

Ese día se había levantado, recordaba Alonso, “con el jade volteado”, dijo con cierto enfado: “¡este amuleto dejó de tener fuerza!”. Debemos, por lo mismo, estar al alba en Teotihuacán. Era hora de sereno y desde el refugio amurallado en que vivía, el lago daba un descanso a su propia existencia, como si se hubiera acostado para descansar en sus propias aguas. El pasado en ella no existía. Sólo el presente y el futuro tenían dicha. Ella es como la primavera, tan anhelada para renacer. Ella tiene el obsequio de ser precavida, con una nariz exquisita que aluzaba con donaire, mucho de ello lo había aprendido en el Calmécac. A Alonso le gustaba ver reflejada en las aguas esa figura, observar cómo se ondulaba, como si el reflejo mismo fuera la porción de destino que le tocara.

Los tambores sonaban esa tarde, ya había comenzado una danza llena de fuerza y de alegato con los músculos y ella bailaba sin descanso hasta extenuarse. La embarcación donde debería venir era amplia, venía del mercado. Ya se podía percibir el olor a tuna, el pulque fresco, el volumen de la embarcación apenas daba lugar a sus subalternos. Seguramente traía flores, muchas flores y pájaros de diversos colores y cantos, hierbas para pócimas, adornos para celebrar. Pero ya que regrese, lo más rápido. Para que con ella llegue la primavera y se instale con el señorío que merece.

Eran otros tiempos, rituales que ya no existen, pero la espera por su llegada nos sigue pareciendo larga. Su presencia hace renacer el sol y brinda júbilo al espíritu. Por fin llegó.

¡Bienvenida la primavera!

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo