LA VERDADERA AUTODERROTA

Otra victoria así y estamos perdidos

Pirro de Epiro

  Pirro de Epiro, quien aspiraba a la grandeza de su pariente Alejandro Magno, entablaba batalla con cualquiera que le desafiara, sin distinción, con apenas una estrategia improvisada y una débil justificación.

De ahí que se le llame batalla pírrica a las peleas que sostenemos, con la vida, con nosotros mismos o con otros, sin discernir si realmente son necesarias o valen la pena, si tienen algún sentido práctico o un objetivo concreto que no sea reaccionar desde un ego ofendido, berrinchudo, lleno de miedo, que se toma las cosas a personal, porque se siente amenazado, disminuido, y quiere entrar en control de lo que está fuera de su control.

En una de estas guerras, Pirro pierde la vida de manera absurda: una mujer del pueblo atacado arroja desde un techo una teja que impacta en su cabeza, derribándolo del caballo. Una vez en el suelo, uno de sus enemigos aprovecha la ocasión y lo ejecuta, atravesándolo con su espada.

Pirro, a diferencia de Alejandro Magno, gran estratega, no discernía la diferencia entre pelear y luchar. Toda pelea es una lucha, pero no toda lucha es una pelea. Lucha quien se esfuerza, quien brega, quien persiste, siempre que lo haga en el contexto de los retos y objetivos que se plantea a sí mismo para mejorar.

Pelea el que rechaza y se resiste a las señales que le da la vida para cambiar, soltar lo que tiene para que venga algo mejor. Pelea el que se aferra a la falsa estabilidad de su zona de confort.

Estamos condicionados para creer que la vida consiste en la búsqueda de la estabilidad que, una vez lograda, nos permitirá ocuparnos de la felicidad.

Pues bien, en la vida no hay nada seguro, aun cuando lo parezca. La estabilidad siempre es temporal y la felicidad una sensación momentánea, por tanto, no hay nada más frágil que la certidumbre. Aferrarse a ilusiones de perdurabilidad es definitivamente una batalla pírrica.

Es muy probable que sacrifiquemos demasiado para alcanzar la estabilidad, de hecho, solo la ilusión de estabilidad. De ahí que el trabajo se convierta en un sacrificio de años para lograr la anhelada jubilación, en la que ya podremos dedicarnos a lo que queramos.

Bajo esta lógica absurda, todos tenemos en la vida un frustrante “siempre quise… y nunca pude”. Esa es la teja que nos derriba del caballo en nuestra batalla pírrica contra la verdadera naturaleza de la vida: el cambio constante.

No nos atrevemos a ser auténticos por miedo a ser rechazados, marginados socialmente y exiliados de cualesquiera que sean los grupos a los que sentimos pertenecer.

Entonces entablamos batallas pírricas entre la parte de nosotros que pugna porque seamos lo que realmente somos y la que necesita ser como los demás dictan que seamos. Surgen, así, los esclavizantes “tengo qué y debo”.

Con este conflicto a cuestas establecemos relaciones amorosas, de amistad, trabajo, diversión, etc. Dejamos que los demás normes nuestros criterios, nos moldeen, creyendo que esa es la clave para la estabilidad, la seguridad y la felicidad.

En el campo de batalla se enfrentan nuestros defectos contra nuestras virtudes. Tratamos de suprimir los primeros para “ser” solo las segundas, pues de ello depende que seamos calificados con “palomitas”. A nadie le gusta el tache social, incluso a quien parece no importarle, actitud que se adopta justo porque nunca puede evitarse un prejuicio o un mal juicio por parte de otros, ya que descalificar a nuestros semejantes es la forma más recurrida para auto reafirmarse.

Y así, queremos que dure indefinidamente lo que tenemos, y cuando lo perdemos nos desesperamos por volver a tenerlo, sin importar que una parte de nosotros, aquella que busca la conexión con nuestro verdadero ser, nos diga que se está sintiendo relegada. Pero ignorarla es morir poco a poco en una batalla pírrica.

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