EL DIABLO A TODAS HORAS

 Fascinante película coral, se constituye en uno de los estrenos más notables de este año en la plataforma Netflix. Basada en la novela de Donald Ray Pollock, quien actúa como narrador en off y un conjunto de actuaciones sobresalientes -que incluye desde Tom Holland a Robert Pattinson- hacen de este filme una experiencia impactante, considerando que además su argumento da cuenta de la sordidez y decadencia de un estilo de vida en el Estados Unidos menos conocido, de pueblos perdidos en los bosques, de gente supersticiosa y de costumbres ancestrales que oscilan entre la ignorancia, la violencia y la corrupción.

 

Con una firme dirección del cineasta Antonio Campos, realizador independiente conocido por su aporte en el diseño visual de las dos primeras temporadas de “The Sinner”, este filme es uno de los títulos que se elevan por encima de la casi siempre mediocre parrilla que ofrece el Hollywood más industrial, instalándose con pleno derecho en la nómina de cintas que develan esa Norteamérica que no suele aparecer en el cine: se trata en efecto de un filme donde la crueldad y sordidez van de la mano con la religión y la sexualidad dañada, en un paseo por el infierno de los pueblos que sobreviven al borde de las carreteras o en la profundidad de los bosques.

“El diablo a todas horas” encadena varias historias, situadas en lo que se denomina como la América profunda, a mediados del siglo XX y, a lo largo de sus más de dos horas de metraje, esos relatos se entrecruzan y configuran un retrato con diferentes protagonistas que en algún instante han de confluir, cubriendo varias décadas de historia.

Esta película tiene una factura técnica impecable, con locaciones, fotografía, música y decorados que dan cuenta perfecta de un estilo de hacer cine que se remonta al Arthur Penn de “Bonnie y Clyde”, película que tiene muchos puntos en común con ésta, sobre todo en su desarrollo de la crueldad, la corrupción y el enfrentamiento inevitable con el destino.

El director Campos, que también ejerce como guionista junto a su hermano Paulo, establece un universo dominado por varios temas cruciales, uno de los cuales es el de la presencia (o ausencia) de Dios, una deidad diseñada a partir de la brutalidad de los comportamientos que vemos en pantalla.

De distintas maneras, cada uno de los personajes busca a Dios, le teme o lo provoca y la voz en off que tiene el filme, donde se nos adelanta acerca del destino de los protagonistas, hace las veces de una presencia divina, de un ser omnisciente que todo lo sabe, lo controla o lo anticipa, para que los espectadores se preparen en la sordidez que se describe. Esa voz en off, que además es la del escritor de la novela y guionista, es irónica, mordaz, cruel o amable, cada vez que nos explica el cómo y por qué de tal o cual acto, dando siempre un análisis feroz de los sucesos que estamos visionando.

El mundo rural que nos describe el director Campos está siempre determinado por la ruptura de la normalidad, por la necesidad de ajustar cuentas con alguien, con la desesperada búsqueda de respuestas que quedaron sin contestar en el pasado y con el deseo de escapar de un lugar, pero al cual siempre se ha de regresar, en un inevitable viaje hacia el pasado ominoso.

En la síntesis de su complejo argumento, asistimos al regreso a casa de un veterano de guerra que ha sido testigo de un brutal crimen por parte de los japoneses que han crucificado a un soldado estadounidense. Ese cuerpo en la cruz de madera ha de ser el primer elemento simbólico que se irá repitiendo en diversas expresiones durante el filme y significará el traumático referente que lo acompaña hasta su muerte en medio del bosque.

En el retorno a casa se irán conociendo personajes que más adelante serán pareja, otros se convertirán en cómplices de crímenes con ribetes sexuales y otro de ellos será un representante de la ley corrupto.

Ese poético inicio, esos primeros minutos son grandiosos en su tensión, en su poética narrativa y en los recursos dramáticos que el director Campos emplea, anticipándonos el cierre de sus historias, sin que eso signifique la pérdida del interés y al contrario, abriendo interrogantes que iremos develando de manera impecable. Ese tramo inicial recuerda clásicos como “El francotirador”, de Michael Cimino y tiene también la frescura y encanto de “Cada amigo, un amor”, del ya mencionado Arthur Penn.

Es esos primeros minutos es cuando “El diablo a todas horas” nos convence, nos descoloca, nos fascina, sobre todo porque el realizador Campos sabe darse el tiempo necesario y logra que entandamos el vía crucis de Willard (un sobresaliente Bill Skarsgard), quien a través de su conflictiva personalidad transmite la fuerza necesaria para que el resto de historias adquiera plena consistencia y se vayan anudando hasta su exquisito y ambiguo final que, lejos, ha de estar entre los mejores desenlaces de los últimos años.

Como se trata de un filme ambicioso, de largo metraje y de historias cruzadas, es desmesurada y a ratos desequilibrada, sobre todo con algunas de ellas que se vislumbran pero no se profundizan lo suficiente (la del predicador es, tal vez, una de las menos lograda a pesar de la crudeza de su relato), no obstante, en su conjunto se alcanza un delirante viaje por la naturaleza salvaje del ser humano y una descarnada radiografía de ese mundo aparte que es la América profunda, todavía supeditada a cánones ancestrales, donde la religión, el sexo, la culpa y la venganza son pan diario.

Es cierto que, a pesar de tener una cantidad impresionante de buenos actores, el personaje que interpreta un brillante Tom Holland es, lejos, el más destacado y el mejor elaborado, porque es él quien aporta una intensidad adicional a la vez que una fragilidad especial a la historia. La secuencia en la capilla con el predicador es una de las más inquietantes, en donde Holland elabora un diálogo que alcanza estatura especial gracias a su labor actoral que nos permite entender cómo lo criminal y lo violento tienen una razón que no puede entenderse sino a través del dolor, la pérdida y el derrumbe de los sueños. Esa pura secuencia, enfrentado a un predicador falso y corruptor de menores, se instala en esos instantes en que el cine nos brinda secuencias de arrebatadora belleza, a pesar de su material plagado de miseria humana y sordidez.

FASCINANTE Y PERTURBADORA

Esta película de Antonio Campos es un perturbador mosaico de personajes, todos ellos interconectados siguiendo los designios del azar, la sangre y la fe que se contrapone a la violencia.

Es una visión aterradora (en el sentido cabal del término) respecto de esos pueblos de mala muerte, situados en lugares casi impenetrables, en este caso entre Ohio y Virginia y teniendo como telón de fondo la guerra contra los japoneses y la masacre de Vietnam, donde nos da cuenta de dos generaciones de hombres marcados por los traumas y las culpas, desarraigados y con una carencia afectiva que los persigue donde vayan.

Es impresionante cómo el director logra de un entorno un tema de raíces casi filosóficas donde Los Apalaches es un paisaje dominado por cruces llenas de sangre en medio del bosque, de pueblos en que existen dramas familiares increíbles, sobre el cual la psicopatología convive con cuerpos enterrados en la profundidad de la tierra y donde los huesos de un perro asesinado son elementos de una potencia que nadie puede negar.

Con sus desbordes, su elenco magnífico, sus momentos inolvidables y su brutal belleza en medio de la violencia y sordidez, “El diablo a todas horas” refiere tanto al cine clásico como al Scorsese y los hermanos Coen, sin dejar de lado sus referencias literarias exquisitas, entre los que se divisa la sombra inevitable de los grandes referentes de la novela: Jim Thompson, Flannery O’Connor, Cormac McCarthy, William Faulkner. Y es, ante todo, una película que debe ser revisada con cuidado y placer, porque está situada entre lo más destacado de lo que va del año.

 

Autor

Víctor Bórquez Núñez
Periodista, Escritor
Doctor en Proyectos, línea de investigación en Comunicación