EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Estamos vigilados las 24 horas del día los siete días de la semana

En el barrio las disputas eran muchas: uno se peleaba cuando nos echaban el agua sucia con la que habían barrido la banqueta; por los vecinos ruidosos que no dejaban dormir; por las vecinas que andaban diciendo cosas indiscretas de uno, que sabían a qué hora llegábamos de la fiesta, qué comprábamos y hasta qué tirábamos a la basura, lo cual llegaba a ser molesto porque muchas veces invadían la privacidad.

Muchos de estos pleitos se dirimían con los puños y otras veces se volcaban hasta el ministerio público, donde los involucrados sacaban todos los trapitos al sol y ya al final la autoridad ponía sanciones cuyo cumplimiento era otra historia de contar.

Dentro de la gama de ofensas la fisgonearía era la de mayor escarnio. Por el postigo, por la puerta entreabierta, con la oreja pegada en las paredes, apenas se movía el objetivo y salían disparadas a ver el rumbo que había tomado. Y aunque me gustaría decir que esta práctica está en desuso, aún está vigente. Entrometerse en la vida ajena pudiera ser, en algunas ocasiones, beneficio: nos ayudaría cuidarnos entre nosotros pero, ahí estamos con esa sensación de vigilancia permanente que nos irrita.

Y todo esto viene a colación cuando sabemos que nuestros datos personales se vuelven propiedad de otro.

¿Qué pensaría, estimado lector, si le dijera a usted que está siendo vigilado cada vez que utiliza algún aparato de nueva generación?

Esto es real: celulares, automóviles, refrigeradores, pantallas, relojes –el famoso “internet de las cosas”- sirven para vigilarnos. Una vez descargado en su aparato inteligente, sus datos personales se vuelven propiedad de Facebook, Google, Twitter, Instagram y cuanta aplicación utilice.

Y no sólo la almacenan, sino que literalmente succionan su información personal, llegando a vulnerar la intimidad: el ojo vigilante está en todos los lugares, hay cámaras en todas las esquinas, en los centros comerciales, pero sobre todo en casa. Cualquier receptor de internet está siempre atento a nuestros movimientos.

Nos tienen vigilados y pueden inclusive predecir nuestro compartimiento: no sólo saben lo que nos gusta, saben lo que nos puede gustar y lo que vamos a elegir. Se vuelve peligroso cuando Facebook tiene un enlace con el gobierno de los Estados Unidos.

Los llamados dispositivos inteligentes nos vuelven adictos, menos inteligentes y cero cuestionadores, pues consumimos lo que los fabricantes nos proveen. El motivo por el que checamos una y otra vez nuestras redes sociales es porque los sistemas están diseñados para crear dependencia.

Entre más clics míos, ellos consiguen más dinero; recopilan mi información y diseñan nuevos productos a partir de mis gustos, que luego me venden como si hubiesen sido su idea. Es un redondo modelo de negocios.

Para este punto, las empresas de tecnología son como las cadenas de comida rápida, las casas de apuestas o los Casinos: crean y manufacturan una adicción que luego tiene sus consecuencias. La gente invierte mucha energía en actualizar sus datos: la ansiedad es la moneda que lo rige.

Pero, ¿qué es lo que hacen con nuestros datos?

En las últimas cinco décadas los datos se han convertido en una mira de oro. Todos están al acecho de esa información, los seguros piden saber qué probabilidades tienes de enfermar, tu banco quiere conocer qué tantas probabilidades tienes de pagar tu hipoteca. En el mercado actual la compra de datos es impresionante. Tan sólo recuerde, estimado lector, la venta en Tepito de los padrones del INIE.

En el mundo se dan muchas batallas, por el agua por ejemplo; esos recursos renovables serán, sin duda, las guerras que habrá que dirimir. El suelo, el aire, el agua ya son comercializados pero, debemos oponernos a eso.

Las empresas de datos quieren hacer dinero de todo. Hay grandes empresas que son capaces de elaborar estudios de comportamiento y esa información debería ser confidencial y reservada.

Quítese de la cabeza que Facebook y Twitter son inocentes e inofensivos, siempre están urdiendo la manera de hacer dinero a sus costillas.

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo