EN COMPARACIÓN CON QUÉ

No pierdas el tiempo comparándote con los demás, encuentra tu alma

Lailah Gifty Akita

Uno de los hábitos más autodestructivos que adquirimos desde pequeños, vía nuestros padres, es el de compararnos constantemente con los demás.

La función de la comparación, de acuerdo al creador de la teoría de la comparación social, Leon Festinguer, es ayudarnos a formar una identidad. Sin embargo, fuera de su utilidad, es decir, usada con exceso e incluso fuera de contexto, que es lo más frecuente, se vuelve demoledora, ya sea que la apliquemos a nosotros mismos o a otros.

Cuando somos niños, los adultos, queriendo saber o incluso controlar quiénes somos y quiénes seremos, nos comparan casi todo el tiempo: nuestros padres, con nuestros hermanos, primos, amigos, vecinos; los tíos con nuestros padres, sus padres y sus hijos; los abuelos, muy probablemente con ellos mimos.

Para cuando somos adolescentes, la comparación social adquiere un peso todavía mayor, pues es la etapa en que nosotros mismos queremos saber quiénes somos. Es el momento de la vida en que empezamos a darnos, individualmente, la identidad que queremos tener, aunque en realidad es la que creemos tener, pues ya hemos sido perfilados desde la infancia.

Si la comparación es necesaria como un elemento formador, ¿cuándo es que se vuelve dañina? Bueno, pues desde el principio. Primero, porque los adultos que nos rodean en la infancia no pueden evitarla y generalmente abusan de ella. Después, porque la usan fuera de contexto, y nosotros aprendemos esta conducta, que ya nunca detenemos, a menos que hagamos conciencia de ella y de lo perjudicial que resulta.

Para hacer esa conciencia, comencemos por explicar que hay dos tipos de comparaciones: favorables y desfavorables. Estas últimas predominan siempre. Queriendo estimularnos, tíos, abuelos, maestros y hasta vecinos hacen comparaciones en las que salimos perdiendo. No comprenden que nos marcan para siempre, porque lo que ellos digan se convierte en nuestra verdad.

Por otra parte, lo hacen casi siempre de manera equivocada. Es decir, comparan peras con manzanas. Mismo error que nosotros reproducimos a lo largo de nuestra vida. Este es el tipo de comparación que alimenta la desigualdad y la discriminación. Comparamos categorías que no tienen nada que ver entre sí o son incluso opuestas: ricos con pobres, blancos con negros, gordos con flacos, etc. Cualquier que sea el resultado, será ficticio y, por tanto, manipulatorio.

De estas comparaciones es de donde surgen ideas totalmente opuestas como: “hay que tener dinero para ser respetado” o “solo los pobres son buenos y honestos”. Ninguna de las dos es, por cierto, verdadera.

Cuando a pesar de tanta comparación no tenemos certeza todavía de quiénes somos, aunque creamos que sí (efecto de no mirar qué hay detrás del etiquetamiento: bueno-malo, feo-bonito, tonto-listo, etc.), nos dominará la inseguridad, misma que trataremos de eliminar a través de la conducta que la ha provocado; es decir, seguiremos comparándonos para descubrirnos, lo cual nunca sucederá.

Se vuelve un círculo vicioso que cada día nos frustra y nos desalienta más, porque le sumamos el compararnos con la imagen de lo que queremos llegar a ser, como si fuera lo que debemos ser ya, y no lo que nos proponemos.

Por eso, dime cuánto te comparas y te diré qué tan inseguro eres.

Las industrias relacionadas con la apariencia física tienen tanto éxito porque las personas, particularmente las mujeres, acostumbran compararse “al alza”, es decir, con otras que –según ellas y/o los cánones sociales de comparación–, lucen mejor.

Los hombres lo hacen más respecto de los automóviles, las propias mujeres, los ingresos y otros factores considerados de “éxito” y “masculinidad”.

Las consecuencias personales de esto son, además de la ya mencionada inseguridad, la baja autoestima e incluso el autodesprecio. Las de carácter colectivo son: resentimiento social, discriminación, confrontación, inseguridad, recelo, oportunismo, desorganización, entre otras.

Solo cuando dejamos de compararnos podemos saber quiénes somos y, solo entonces, comenzamos a vivir realmente.

delasfuentesopina@gmail.com