EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Agresividad o violencia

En la cuadra había muchas expresiones de agresividad y violencia, todas capaces de hacer surgir un comentario por lo menos de fastidio e incomprensión en el escenario. Las casas primeras de nuestra cuadra, las que estaban pegadas a la actividad de vendimia y de conquistar el sustento con los transeúntes de la terminal de camiones, eran habitadas por esposas maltratadas, vejadas e incluso lesionadas. Lo menos que se sobrellevaba era el temor de romper la armonía del ambiente.

La atención a los hijos e hijas tenía entonces diferentes manifestaciones en ese momento. Todas  las mujeres trabajaban en el comercio para poder llevar el sustento, y ante la imposibilidad de estar en casa, dejaban la autoridad empeñada a los hijos e hijas mayores. Los hermanos con autoridad se volvían unos terribles dictadores que vivían amenazando a los que estaban debajo  de su mandato. Este era un juego de poder, pero subía o bajaba de densidad en la medida en que los propios intereses se veían mortificados.

“¡Ya te vi Chimuelo! ¡Le voy a decir a mi mamá que estabas fumando!”. “Yo le voy a decir que te vi con el gelatinero, ¡que eres su novia!”. Zaz. La información era la posesión más valiosa, pero uno tenía que ser muy inteligente para usarla con sabiduría: revelarla sin que nos salpicaran las repercusiones de un chisme. De esta manera, toda amenaza siempre era sopesada con la gravedad o la forma en que incidiría, no sólo al interior de la familia, sino en el contexto de toda la cuadra.

Cuando “Sopas” llegaba borracho los gritos imperaban en aquellas casas que estaban tan alejadas de la tranquilidad, y llegaban hasta las calles como el coco asustando a los niños. Siempre había pleitos con doña Anita, quien salía corriendo en chanclas y lágrimas pidiendo auxilio. En la casa  siempre se le dio cobijo y ahí no podían entrar por ella, todos sentían mucho respeto por mi padre y mi madre.

El “Sopas” era de por sí agresivo, le venía de nacimiento: su padre, don Cenobio, según decían las mujeres que había tenido, las golpeaba mucho, era violento y  bravucón también con los hombres pero muy malo para los golpes, y solía retar a cualquiera sin medir las consecuencias. Un día amaneció muerto en La Cuevita, que era un barrio muy bravo. De ahí que El Sopas trajera lo agresivo en las venas, y la pobre doña Anita tenía que perder la pena y correr por las calles para salvar su vida.

Los hijos de Anita y Gumersindo, alias El Sopas, eran Socorro –sin ironía-,  que le decían “la pico chulo”, quedó embarazada a la temprana edad de 14 años, ni siquiera como su madre que procreó a los 17; Jacinto, que aprendió a manejar y fue chofer de autobús por algunos años, hasta que se enfermó de diabetes y murió pronto de cirrosis; Benito, que se convirtió en migrante y se fue a Florida a la cosecha de cítricos, y Juanito, que siguió sus pasos y se fue al Valle de Texas.

La polémica de esta familia se calmó cuando los muchachos crecieron y algo transformó sus vidas, aunque por desgracia, eso ya no lo alcanzó a ver doña Anita, quien se consumió en el puesto de vendimia hasta la propia muerte.

Nuestra sociedad se empeña en dibujar a la familia conviviendo en un entorno idílico y pacífico, como una forma de enaltecer los valores de unión, solidaridad, amor. Sin embargo, la familia de Anita y Sopas es sólo un ejemplo de que la violencia permea desde la infancia y en los entornos que deberían ser seguros.

Después de los pleitos nacidos en el corazón del hogar y llevados a la calle, los integrantes vivían una calma inestable que se destrozaba en el siguiente pleito. Por alguna extraña razón había un compromiso social que daba confianza, protección, apoyo mutuo y amor, muy a su estilo, a aquella familia tan conflictiva.

¿Habrá políticas públicas que atiendan preventivamente estos fenómenos?

Quizá sea hora de enfrentar nuestra propia realidad en casa y empezar a preguntar “¿cómo estás?, ¿necesitas ayuda en algo?”, y lo más importante, pronunciar con regularidad la frase que es capaz de acabar con la ira acumulada “te quiero mucho”

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo