UN AMBIENTE DE VIOLENCIA

HÉCTOR A. GIL MÜLLER

El ambiente tiene poder, influencia sobre nosotros. Si bien la vida no es de empaques sino de significados, los sabios viejos decían; “dime con quién andas y te diré como eres” y tenían razón.

El ambiente determina el antecedente de nuestro potencial, nos ayuda en afianzar nuestro propósito y contribuye a la profundidad del mismo. Entonces si en parte somos resultados de nuestro contexto y circunstancias ¿Qué generaremos en un entorno tan violento?, nos estamos acostumbrando a la decadencia, ya aceptamos realidad y vemos diferencias que ni siquiera la nostalgia nos esfuerza a retomar. La violencia que nos abate ha sido medida a partir de la merma económica que ha causado, pero no advertimos las graves consecuencias sociales que ocasiona, los nuevos modos que se imponen. No hay mayor lastre que el miedo.

Hace más de 18 meses escribí en este mismo espacio un artículo sobre la obediencia y como el ambiente nos hace violentos, sigue vigente y lo transcribo:

¿Qué tan frágiles somos a realizar acciones que otros nos digan aun y cuando esas acciones sean contrarias a nuestros valores?, como seres somos gregarios, la sociedad impone su cobijo y nos forma, pero también somos dominables. Somos frágiles de tal forma que las decisiones de otros pueden expresarse en acciones nuestras.

Durante la década de los sesentas, el profesor Stanley Milgram, de Yale, realizó experimentos que sobre la obediencia y la responsabilidad individual. Pretendió determinar hasta qué punto era flexible un ciudadano medio sometido a un ambiente autoritario. Uno de sus experimentos era bastante sencillo; dos individuos acudían a su laboratorio, aparentemente para participar en un estudio sobre la memoria y el conocimiento. Uno hacía de alumno el otro de profesor, el alumno pasaba a una habitación donde se le ataba con correas a una silla y se le conectaba a un electrodo a la muñeca. Mientras tanto, el profesor se sentaba ante una gran máquina llamada “generador de descargas eléctricas tipo ZBL”, el aparato tenía una serie de palancas denominadas de izquierda a derecha “descarga leve”, “descarga moderada”, “descarga fuerte” hasta llegar a “Peligro; descarga potente” y por último a dos palancas etiquetadas con un siniestro “XXX”. Al alumno se le explicaba que debía memorizar varias listas de palabras pareadas y si se equivocaba, el profesor le aplicaría una descarga breve que iría aumentando sucesivamente de intensidad.

El proyecto experimental era de hecho un complicado montaje. El verdadero protagonista era el “profesor”, y el objetivo del experimento no era estudiar el efecto del castigo sobre la memoria, sino comprobar la capacidad de una persona corriente para hacer sufrir a una víctima inocente y angustiada. El alumno era falso y las descargas eléctricas no eran tales. Aunque el alumno hacia bien patente su sufrimiento (con gritos desesperados y quejas sobre un dolor en el pecho), el profesor seguía haciendo preguntas y aplicándole descargas eléctricas, a menudo sin obtener respuesta alguna por parte del alumno (que en realidad era un actor). Milgram se quedó atónito, más de la mitad de los participantes de New Haven, una tranquila ciudad del estado de Connecticut en Estados Unidos, parecían dispuestos a electrocutar a un conciudadano hasta dejarlo inconsciente o incluso producirle la muerte, solo porque un hombre vestido con bata blanca les había dado instrucciones para hacerlo

Yo soy Héctor Gil Müller, y estoy a tus órdenes.