El dilema del deber

Fernando de las Fuentes

Lo más difícil no es cumplir el deber, sino conocerlo

Vizconde De Bonald

Seamos convencionales o no en nuestra forma de vivir, es decir, obedezcamos o no las normas mayoritariamente observadas, todos estamos constantemente bajo la presión psicológica del “debo” y el “tengo qué”.

Disciplinados o indisciplinados, formales o informales, sociables o solitarios, preocupones o despreocupados, cada uno de nosotros empeña el alma en complacer, porque obtener lo que necesitamos solo es posible a través de los otros, y “darles gusto” es el precio.

“Debo” y “tengo qué” son la voz de la sociedad conduciendo nuestras vidas, primero a través de nuestros padres, después de nuestros maestros, amigos, jefes y compañeros de trabajo, parejas, hijos y nietos.

Todos comenzamos a internalizarlos desde la primera infancia, porque de eso depende en última instancia la sobrevivencia, y todos aprendemos, igualmente muy temprano en nuestras vidas, a manipular y chantajear a los demás para que se sientan psicológicamente presionados para darnos gusto.

La culpa es el acicate y, tanto como la presión psicológica del “debo” y el “tengo qué”, es absolutamente propia y personal. Solo nosotros podemos producirla, aunque no podamos tolerarla, y terminemos depositándola en los demás.

La culpa nos hace sentir despreciables y castigables. Es uno de los sentimientos más devastadores que hay, por eso hay que “escupirla” a los otros. Como cualquier emoción humana, tiene su lado sano y su lado tóxico. Este último siempre estará ligado al “debo” y al “tengo qué”, si nos producen estrés y angustia.

Por supuesto, todos tenemos deberes en la vida y hay que cumplirlos para el propio crecimiento y bienestar, pero es cada uno de nosotros quien determina cuál es su deber. La forma de saber que hemos tomado la decisión correcta al respecto es que en su realización disfrutamos del proceso, sin importar más de la cuenta el resultado.

Simple, pero no sencillo, si tomamos en cuenta la frase del célebre filósofo francés François de la Rochefoucauld: “Con frecuencia el hombre cree estar conduciéndose a sí mismo cuando es conducido”.

El yugo del “debo” y “tengo qué” es uno de los grandes impedimentos para conocernos a nosotros mismos, saber lo que realmente pensamos y sentimos respecto de cualquier cosa y es, quizá, el más grande obstáculo para la felicidad, la paz y la seguridad.

Nunca se le da gusto a los demás. Nunca. Satisfacer sus exigencias es un asunto puramente momentáneo, pedrián más y más. Nosotros lo hacemos. Los límites son la única manera de deslindarnos de la expectativa de los otros, que nosotros mismos convertimos en presión psicológica.

La mejor manera de no sentir culpa por incumplir las demandas ajenas es aplicar los cuatro acuerdos del chamán tolteca Miguel Ruiz: honra tus palabras, no prometas lo que sabes que no quieres cumplir; no te tomes nada a personal, las exigencias de los otros son cosa suya; haz lo mejor que puedas, para que nadie te diga que no haces lo que debes, y no supongas, porque tratar de adivinar lo que quieren los demás te roba energía, tiempo y vida.

Descansar de la presión psicológica que nos autoimponemos nos dará una mejor calidad de vida, reduciremos estrés, disfrutaremos hacer las cosas y entonces se producirán los mejores resultados; aprenderemos a crear nuestras propias oportunidades y a adaptarnos a los cambios que se nos presentan, mientras realizamos aquello que es necesario para alcanzar nuestros objetivos.

El proceso, repito, debe disfrutarse. Ese es el indicador de que el deber elegido realmente nos beneficia. No solo se aprende cometiendo errores. El cumplimiento gustoso de un deber es un poderoso y amoroso maestro.

Ciertamente, no podremos evadir algunas tareas poco agradables para nosotros. Siempre vamos a necesitar de los otros y de las estructuras sociales que hemos creado para vivir y vivir bien: escuela, trabajo, gobierno, etc. En tales casos, lo importante será siempre tener claro el objetivo del deber, para encontrar la motivación adecuada.

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