EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Estos días

“¡No se suba a las tumbas, muchacho pen$#%&! Mejor traiga unos botes de agua para limpiarlas. ¿Se trajo el machete? Bueno, póngase a quitar la hierba de la tumba de sus tíos y de su abuelito”.

Era niño cuando las primeras memorias se dibujan. Íbamos al panteón del pueblo cada día 2 de noviembre y eran varios los retos que tenía que sortear para salir bien librado ese día. Uno de los que más me pesaba era el traslado de las flores: tenía que cargar con ellas unas 23 cuadras hasta llegar al cementerio. A veces tenía suerte y “El trabas” me daba un aventón en su carrito, pero cuando no, llegaba con los brazos rojos, rojos, y tan cansados que el dolor me duraba varios días.

Conforme nos acercábamos al panteón, el aroma de un montón de sabores de mezclaba hasta crear, lo que yo llamaba “el olor a Día de Muertos”.

No sólo el cempasúchil y los crisantemos envolvían nuestros sentidos, sino también los cacahuates tatemados que se hacían en un horno rústico al que le daban vueltas hasta dejarlos bien tostados, y los vendían un cucuruchos de papel periódico. Había también jícamas con chile, bien jugosas y económicas; manzanas con dulce, garbanza fresca cocida al vapor, algunas granadas trasnochadas de temporada que daban color al paseo, deliciosas cañas y por supuesto, mucho pan azucarado.

Un día antes todo era prisas y molestias: que no se te olvide la escoba, que trae la fotografía más bonita, que dónde quedó el chal que usaba la abuelita, que en qué nos llevamos el mole, que si compramos más pan. Mi madre y mis tías se volvían locas en la cocina y nunca faltaban los pleitos: que si me viste feo, que si me contestaste mal, que si a ti te tocaba, que tú eras la consentida. Y a los más chicos –o lo más mensos- nos daban miles de indicaciones: que no corran entre las tumbas, que no se suelten porque se pierden, que si las gitanas se llevan a los niños, que no acepten comida de extraños, ni tampoco agarren de tomar porque les pueden poner toloache y los dejan tontos.

Cada año era la misma promesa: “el próximo año venimos días antes de esa fecha, vas a ver”, porque si el gentío, si las flores más caras que de costumbre, que si no se puede caminar, que parece mercado. Por suerte, esa promesa nunca se cumplió.

Porque a mí me gustaba esa fecha, estimado lector, me gustaba que un lugar tan lúgubre como el panteón se llenara de vida, de luz, de oración y de comida aunque fuera una vez al año. Me emocionaba brincar de tumba en tumba, asomarme a los pozos abiertos, escudriñar por las pequeñas iglesias que servían de tumbas familiares, contaba las que tenían en la cresta un angelito, a las que eran de mármol, y me ponía triste al pasar por las que sólo eran un montículo de tierra más olvidado que las mismas ánimas. A esas, recuerdo, les llevaba una o dos flores que robaba de las que tenían sendos ramos gigantescos.

Los pleitos, y los dimes y diretes de los preparativos, quedaban olvidados apenas nos instalábamos en la tumba de mi abuelo. Mis tías se miraban con amor, aceptando sus errores y pidiendo disculpas en silencio. Mi padre me tomaba de la mano y a mí me conmovía mucho ese instante. Ahí prometía no volver a pelear con mis hermanos, ser un niño bueno, y pedía con mucho fervor no quedarme huérfanito como los niños de las películas.

El rumor a rezo y a réquiem invadía el ambiente. El cementerio se envolvía en un gran susurro. Las personas hincadas, en una o ambas rodillas, iluminaban su rostro con las velas que sostenían en las manos. Todo era barullo hasta que en un momento dado, casi como si la multitud se pusiera de acuerdo, el panteón quedaba casi en silencio durante un breve espacio de tiempo.

No recuerdo cuándo se apagó la última vela de esas visitas el Día de Muertos.  Todos los años era lo mismo hasta que un día –supongo que cuando me convertí en adulto- la tradición ya no se vivió como la guardaba en mis recuerdos.

Crecimos, nos cambiamos de ciudad, se fueron adelantando en el camino las tías, mis padres, mis hermanos, y ahora ya no sé cuándo fue la última vez que fui al panteón en estas fechas.

Pero lo que no se borra, estimado lector, es el sentimiento de alegría-nostalgia-sonrisa-nudo en la garganta, de cuando evoco aquellos días en que era feliz y no lo sabía.

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo