CRÓNICAS TURÍSTICAS  

San Pedro Tlaquepaque un mundito para las bellas artesanías y el buen comer

En los tiempos violentos que hoy en día afrontamos, un respiro profundo, casi suspiro para el alma, son los espacios relajados, aquellos que están llenos fraternidad y camaradería, donde pueden sorprendernos los colores que decoran, la comida que sirven o los tragos que se pueden paladear.

En Tlaquepaque, Jalisco -un lugar pintoresco y vistoso en todos los planos que se quiera analizar- emprender una caminata por su Andador Turístico Calle Independencia, puede traer consigo esas señales de tranquilidad y paz que requerimos, en dosis importantes para nuestras felicidad.

Ubicada a 20 minutos de la Catedral de Guadalajara, San Pedro Tlaquepaque es un micro espacio, una burbuja pequeña que encierra arte, gastronomías diversas y fraternidad en sus calles. Es justamente el paseo tapatío, obligado para adquirir alguna pieza de arte popular.

La calle Niños Héroes es un buen punto para comenzar a desplazarse entre los caminantes relajados, esos que como nosotros, buscan mirar, adquirir y hasta comercializar sus artesanías. El andador absorbe a los visitantes en una atmósfera de paz y frenesí artesanal. Entre más cosas miramos, más queremos adquirir. Sí hubiera ganado la lotería, compraba todo… Vasijas decoradas con estampas tapatías, jarrones transparentes o coloridos, hoyas metálicas o de barro, decoraciones de madera para las puertas o ventanas… un mundo de productos originados en las cabezas y el corazón de artesanos de la zona, nutren las tiendas que se van encontrando hasta llegar al Jardín Hidalgo.

Los dulces típicos tienen su lugar especial, junto con las nieves de sabores. Por cierto, no hay plaza pública concurrida donde no se puedan conseguir, cada cual con sus características regionales. Y por cierto, no pudimos resistirnos a una de esas delicias heladas, que ayudó a reducir nuestra temperatura corporal, aunque tampoco logramos quedarnos sin probar unos borrachitos rojos –azúcar envinada en forma de rectángulos pequeños pastosos por dentro y sólidos por fuera- que nos hicieron viajar a la época en que de niños salíamos a jugar a la calles, al menos el recuerdo me llegó a mí.

El Jardín Hidalgo nos deja ver un quiosco precioso rodeado de banquita metálicas, que no son nada cómodas, pero ayudan a mitigar el esfuerzo de caminar y caminar sorprendidos para tantos productos que se verían geniales decorando mi casa, aunque en viaje familiar, es complicado comprar tantas cosas para que toda la familia lleve a sus respectivas casas, será mejor una comidita para todos.

La caminata ha traído consigo hambre y cansancio, que se pueden solucionar con una buena comidita y un buen tequila, pues como nos íbamos a ir de Jalisco sin comernos una buena birria o un pozole y tomarnos una copita de ese néctar divino.

Llegamos, a recomendación de otros turistas a un espacio histórico por fuera, legendario y con ese toque de tradición, que toda cocina, restaurante o fondita debe tener para garantizar su sazón: El Parián.

Esta construcción tipo colonial, es una especie de mercado, pero que en su interior concentra diversos restaurantes, donde venden la comida típica de la región y el trago que a uno se le antoje, todo ello amenizado por el tradicional mariachi, que no puede faltar en las fiestas tapatías y uno de los motivos por los que no tuvimos empacho en entrar a El Parián, pues escuchamos los acordes de “Cocula” de Manuel Esperón y nos apresuramos a buscar mesa.

Entrando, el espacio está distribuido de una manera muy peculiar, considerando que al centro de la construcción hay un pequeño quiosco y que todo entorno a esta obra de arte se utiliza para mesas y sillas de los comensales, entre las cuales se desplazan tres mariachis, que acuden a la mesa de quien decida contratarlos y nosotros, pedimos un par de canciones, para pasar el alimento de manera melodiosa.

Al ritmo de “El son de la negra”, el mesero llegó a nuestro encuentro para tomarnos la orden y cual ritual sagrado, se alejó rápido para complacer nuestras peticiones culinarias.

Primero un buen pozole para unos, después trajo enchiladas de mole y por fin llegó la birria que había pedido, vaporizante y aromática. La fragancia de ese caldo de chivo me hipnotizaba y sin pensarlo un limón al líquido calentito y un poco de orégano, mi tortillita hecha taco y a deleitarme.

En una segunda vuelta, aunque casi de inmediato, regresó el mesero, listo con nuestras bebidas. Unos pidieron agua de Jamaica, otros de piña, incluso refresco, yo pedí una paloma (tequila con refresco de toronja) y lo que recibí fue un trago exquisito, que me permitió acompañar de manera muy armónica mi deliciosa birria mientras escuchaba mariachis. Mucho tiempo sin probar el tequila Espolón, hasta esta ocasión. ¿Qué otra cosa se le puede pedir a la vida en ese momento?

Terminamos de comer y escuchamos un par de canciones más que interpretaron los mariachis para los comensales de una mesa cercana, mientras pedimos un flan como postre. Cargados de artesanías, dulces y con el estómago lleno, vamos de regreso a la avenida Niños Héroes para abordar un taxi que nos regrese al centro de Guadalajara.

En el camino de regreso por el andador nos sentimos un poco más pesados. No solo es la comida, los dulces o los adornos que cargamos, también los gratos recuerdos que ya traemos en la cabeza y el corazón y que registramos en nuestras cámaras fotográficas.

Viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com