LAS VACAS AMOROSAS

TERESA GURZA

Todos hemos oído hablar del poder sanador que tiene el contacto con la naturaleza.

Del beneficio de jugar con perros y gatos; que dicen, tranquiliza hasta a los más violentos criminales.

De lo bien que hace a niños autistas, la equino terapia.

Del bienestar que provoca nadar con delfines; que he sentido cuando sobreponiéndome a la tristeza de verlos presos y al asco de meterme donde comen y descomen, pasé entretenidos momentos en sus lomos porque son lindos y amables.

Y de la serenidad frente a un estanque con peces de colores; que recomiendo para no infartarse por un presidente que da explicaciones a Trump, como si fuera su empleado y disculpa la liberación del Chapito, porque hubo que escoger entre matazón o liberación y su política es “no violencia y amor a todos”.

Ya les conté, del pescadito rojo que subía a la orilla de la pecera echando burbujitas cuando oía que me acercaba y quería que le sobara el lomo; he tenido muchas mascotas y a excepción de un par de escandalosos pericos que acabé sacando de mi casa, porque se ponían de acuerdo para hacer horrores, con todas me he divertido.

Pero no sabía del provecho emocional de abrazar vacas, que está ahora de moda en algunos lugares de Estados Unidos.

Según cables de prensa, al rancho Mountain Horse Farm de Nueva York llegan personas que pagan 75 dólares la hora, por abrazar a Bonnie y Belle; dos reses que se echan en el pasto para comodidad de sus visitas, que piensan que así se conectan con sus emociones.

Y también, con las de las vacas; porque, aunque creamos que, por su apariencia pesada y mansa, no tienen ninguna; les encanta que las consientan.

Tal vez su poder sanador se descubrió en la India antes que en Nueva York y por eso son ahí veneradas.

En fin, a animales y a humanos, nos encanta el buen trato.

Basta ver la alegría de un perro cuando intuye que vamos a sacarlo a pasear y su terror las noches del 15 de septiembre y el 31 de enero, por los cohetes para celebrar Independencia y Año Nuevo.

Me encanta leer artículos sobre animales y algunos medios como la BBC, El País y El Mercurio, los publican con frecuencia.

Me he enterado así, que los bonobos se mueren de risa cuando sus cuidadores les hacen cosquillas o cuando jugando al escondite, aparecen de repente.

Que Frans de Waal, estudioso holandés de las emociones en el reino animal, sostiene que atributos que se pensaban exclusivos de los humanos, como la empatía o capacidad de sentir lo que sienten los otros, son también cualidades de los monos.

“Las hembras se apoyan cuando los machos las agreden, dice, algo semejante al MeToo; con la diferencia de que en la sociedad bonoba, la jerarquía la ostentan las hembras y se basa en la cooperación y no en la rivalidad».

Las investigaciones demuestran cada vez con mayor contundencia, que todos los animales tenemos cognición; que es la capacidad de procesar información en nuestro beneficio.

Y que -a diferencia de los integrantes del gabinete de seguridad de AMLO que sin medir consecuencias se aventaron a lo loco en Culiacán- usan apropiadamente murciélagos y delfines al explorar el entorno; arañas cazadoras, dando rodeos para atrapar presas; chimpancés en libertad, cuando convierten varitas en herramientas para comer hormigas y simios cautivos, cuando felices de ver películas juntos se tocan y hacen gestos en sus escenas favoritas.

Afirma El País, que la preocupación por la sensibilidad animal ya forma parte de la agenda política; y aumentan los grupos que consideran que, por tener conciencia y sentimientos como dolor y alegría, los animales deben ser sujetos de derechos y vivir en libertad.

Y varios especialistas en sufrimiento animal, firmaron en 2012 la Declaración de Cambridge; que sostiene que humanos y animales tenemos circuitos homólogos cuya actividad coincide, con la experiencia consciente.

Las ballenas, por ejemplo, nacen en el trópico y emigran a lugares fríos; pero en época de aparearse, regresan a donde nacieron y para iniciar el cortejo, los machos les cantan una melodía que combina tonos y texturas.

Y se reúnen cerca de la isla Raoul, Nueva Zelanda, para compartir canciones.

Me tocó ver y oír a esos maravillosos animales, cuando entrando por mar con mi esposo Matías a la preciosa ciudad chilena de Valdivia, saltaron dos del Océano y echando chorros y cantando, fueron recibidas con aplausos y gritos por decenas de focas.

 

Autor

Teresa Gurza