EL MESÓN DE SAN ANTONIO

El día de los desaparecidos… y Ricardo

Esa tarde Ricardo llegó con ganas de darnos un gusto, así que me dijo “ponte guapa y vamos echaros unos tacos”. Fuimos. Yo pedí una orden de bistec y una de trompo con trocitos de piña. Él pidió de carne, con cierta displicencia le dijo al taquero “dame media hora de tacos de carne”, y el taquero respondió con una sonrisa un poco nerviosa. Terminamos y saliendo de la taquería, justo en la acera de enfrente, bajaron cuatro personas de la caja de una camioneta y dos más salieron de la cabina, lo cercaron y lo subieron a la parte trasera llenándolo de golpes y de gritos.

Aquella tarde-noche se me cayó el cielo de un jalón, alguien dio el tirón y desde entonces traigo como una sombra que es difícil sortear. De eso ya son diez años.

Me han dicho de todo, he hecho de todo para encontrarlo; he consentido a muchas formas para equilibrarme y sigo igual, sin saber por qué o en qué andaba metido.

Lo más triste es que he platicado miles de veces la forma en que sucedieron las cosas, los tamaños de los sujetos que se lo llevaron, la resistencia que opuso, la ayuda que nunca llegó; al principio recordaba vívidamente los tatuajes que uno de ellos llevaba, ahora sólo son manchas en mi memoria; de tanto platicarlos, con el tiempo fui perdiendo la certeza de lo que sucedió ese día, la hora precisa, los rostros concretos.

Sigo pensando que fue una broma porque no quise ir al cine y ahora esa escena me ha quedado como un fantasma de locura y herencia  maldita.

Poco tiempo después de lo ocurrido descubrí a cientos de  personas que tenían una pena parecida. Habían perdido a un familiar y como yo estaban afectadas por esa situación. Hombres y mujeres que han tragado la bilis derramada por no saber en dónde está su familiar desaparecido. Ellos, como yo, habían recorrido todas las formas de búsqueda.

Preguntando hemos ido de un lado a otro. Creímos en la autoridad pero dejamos de creer cuando descubrimos que muchos de los malvados eran policías, autoridades de alguna corporación diseñada y constituida para secuestrar.

Cuando seguíamos el rastro  a algunos de ellos, sus pasos nos llevaban a los separos policiacos, a la fosa común, a tugurios de mala muerte, a terrenos alejados que ocultaban en sus entrañas los cuerpos de algunos hijos, hermanos, esposos… ya imaginará la ruta.

Luego decidimos organizarnos en colectivos para hacer más fuerte nuestra voz, pero muy poco cambió; la autoridad es tan esquiva y tan cínica que sabemos que nos mienten, pero hay que creerles para tener esperanza… la última esperanza.

El gobierno cambia de colores pero en el fondo siguen siendo los mismos: no es problema de partidos sino de justicia. Una justicia que agoniza, que cada vez se hace más débil y delgada y extinta.

Los desequilibrios familiares están presentes. Los hijos quieren venganza y han crecido con la vida obstruida, buscando al padre que se ha vuelto mito, detestando cualquier tipo de autoridad aunque ésta provenga de su propia madre. Las hijas se volvieron agrias, sin ilusiones, con las uñas listas para atacar a la autoridad que no les resuelve, consolándose con eso por no poder hacer daño a los facinerosos que desaparecieron al padre.

Vivir sin saber qué ha sido de un familiar desaparecido es una dura realidad. Cuando esto sucede la familia se despedaza.

“Por personas desaparecidas se entiende aquellas de las cuales sus familiares no tienen noticias o cuya desaparición ha sido señalada, sobre la base de información fidedigna, a causa de un conflicto armado  o de violencia interna”.

Ricardo traía una camisa vaquera, unos pantalones de mezclilla azul, botas Roper color café claro, una pulsera con sus iniciales, usaba bigotes pegados a los labios.

La autoridad me dice desde hace 7 años que no me desespere, que se tiene una carpeta abierta y que se siguen las averiguaciones.

Aquí en el colectivo, aunque solidarios, todos estamos con la desesperación en lo alto como cuando a uno le desgarran el vientre. Ahora cuando abren una fosa común en cualquier punto del país, ahí nos tiene, estirando la angustia y la esperanza cada vez más pesada, a ver si encontramos algún objeto de nuestro desaparecido, esta obsesión, profunda tristeza, ya no sé cómo llamarla, ¡ayúdeme!

El olvido será la muerte y no quiero que esto me suceda.

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo