“HISTORIAS DE MIEDO PARA CONTAR EN LA OSCURIDAD”

Más que terror adolescente, el filme es un elegante vehículo que circula por dos pistas: en la primera, se desarrolla una historia de suspenso y sobresaltos muy bien lograda en lo visual y sonoro y, en la otra pista, se desliza una inquietante alegoría política en un momento crucial para Estados Unidos: la Guerra de Vietnam, 1968 y el cambio sustancial de la inocencia de una nación que está a punto de conocer el horror en los campos de batalla.

 He aquí una muy buena adaptación del clásico coleccionable “Historias de miedo para contar en la oscuridad”,  obra de Alvin Schwartz e ilustrada originalmente por Stephen Gammell (antes de ser censurada), que debe figurar como una película inquietante que se solaza con los tics del terror adolescente -casa embrujada incluida- y que también se da tiempo para ir mostrando, de manera bastante sutil, el clima moral reinante en Estados Unidos, precisamente cuando el Presidente Richard Nixon promueve la intervención militar estadounidense en la Guerra de Vietnam, en su afiebrada lucha contra el comunismo.

El director André Øvredal (La autopsia de Jane Doe) se une al poderoso realizador y productor Guillermo del Toro y ambos deciden aprovechar al máximo la moda de jugar con adolescentes en décadas pasadas (siguiendo el éxito de la serie “Stranger Things” y de “It” y su secuela pronto a estrenar), poniéndolos en situaciones límite como sucede acá, en la que aparecen todos los monstruos y las pesadillas dentro de un cuento que se escribe a sí mismo con sangre fresca.

Con un ritmo que no decae, una ambientación cuidadosa y nostálgica y considerando todos los lugares comunes de los cuentos infantiles de terror, el filme saca especial provecho a la larga nómina de monstruos que aparecen en los libros de Schwartz, mezclando elementos brillantes (el espantapájaros es un momento para recordar) con otros que llegan a ser lisa y llanamente divertidos por lo absurdo (la cena con el dedo del muerto, por ejemplo).

Con el esquema ya habitual de la pandilla de chicos, habitantes del muy típico pueblo chico estadounidense, en el incierto panorama político de 1968, los protagonistas se cuelan en una casa embrujada, en donde descubren la existencia de un extraño libro lleno de secretos. Desde el momento en que los muchachos entran a ese caserón que se encuentra tapiado y abandonado en el bosque, una presencia maligna iniciará una persecución sin cuartel en contra de ellos.

A pesar de que no es nada de original, el argumento pronto empieza a entregar ciertas pistas de un “segundo nivel”, donde prima el comentario respecto de la naturaleza contenida en los cuentos infantiles terroríficos, a la vez que se impregna de una lectura crítica del ingreso estadounidense en la Guerra de Vietnam, logrando que por efectos del montaje, siempre estén unidas escenas de terror con propaganda respecto a Nixon, el reclutamiento para la guerra o las votaciones para validar este proceso de intervención militar.

Y como estamos en 1968, el director André Øvredal nos muestra por la televisión a Richard Nixon que está a punto de ser investido presidente y el desgaste de los sucesos de Vietnam como trasfondo social y político. A esto se suma el recurso de apelar a la nostalgia y de jugar con el cine dentro del cine: no resulta para nada casual que mientras en el país está a punto de llegar Nixon a la Casa Blanca, en el autocine del pueblo se exhiba “La noche de los muertos vivientes”, pieza fundacional del terror del director George A. Romero.

Y por cierto, gran parte del encanto del filme, analizado desde una óptica madura, es que se refiere a clásicos del terror fantástico de hace un par de décadas, como una manera de revelar el retrato de la preadolescencia unido al horror puro de crecer sin saber bien para qué.

Por lo mismo, el espectador agudo y cinéfilo, disfrutará más de esa lectura en “Historias de miedo para contar en la oscuridad”: de cómo por medio del terror y lo fantástico se puede reflexionar y entregar toda una metáfora de Estados Unidos de recorrido por espasmos de puro terror y de racismo e intolerancia a la diversidad, temas tan contemporáneos, que hacen que el filme se eleve más allá del mero retrato de adolescentes huyendo de monstruos desatados.

Esta es, entonces, la razón por la cual el filme sea tan agradable de ver (como película de terror adolescente) y tan desagradable de analizar en verdad (porque revela el horror subterráneo de una nación camino al suicidio).

En el aspecto técnico, la película cuenta con una notable capacidad para el horror visual. Llegando a extremos de virtuosismo y elegancia en su manera de mostrar el pueblo, iluminar los rostros o lucir el armado nostálgico de una década pretérita. Los mejores elementos de ese virtuosismo son los planos que el director le dedica a la conversación aparentemente sin interés que ocurre en el autocine y la manera en que la casa de los Bellows, resulta una pieza gótica perfecta con sus piezas, sus pasillos y sus sótanos de terror, abuela incluida.

Punto aparte es la caracterización de los monstruos, donde cada uno resulta un ejemplo particular de ciertos temores de los protagonistas, sobresaliendo la inquietante criatura del hospital y el muy siniestro espantapájaros, dejando como el mejor ejemplo al «tío Sam», compuesto por varias piezas, reclamando el alma del chico latino que ha desertado del reclutamiento.

Y de la relación del director con Guillermo del Toro, surge finalmente una referencia al poder de las historias, el valor que tienen los cuentos y la manera definitiva que ciertos instantes tienen en el doloroso camino del crecimiento, es decir, el tránsito hacia el mundo adulto en donde quedan guardados en el sótano los sueños infantiles. Buen estreno, digno de una doble lectura.