EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Historia sin pausas 2 de 2

Maltrato, ese es el recuerdo generalizado en la familia. María, la mujer de Hermilo, sufrió “las de Caín” a su lado. El dinero daba sustento a esa prepotencia. Era malo, lo había acrisolado por su padre. Según la leyenda, a raíz de un encuentro con las mulas de la paga del ejército conservador, comandados por Miguel Miramón, Márquez y Mejía en la batalla de Silao, librada contra los liberales de Jesús González Ortega, Manuel Doblado e Ignacio Zaragoza un 10 de agosto, ésta fue una de las muchas batallas donde los liberales y sus armas se cubrieron de gloria. Por esta batalla, Jesús González Ortega declaró: “… después de reñido combate en el que ha corrido con profusión la sangre mexicana, ha sido hoy derrotado completamente D. Miguel Miramón por las fuerzas de mi mando, dejando en mi poder su inmenso tren de artillería, sus armas, sus municiones, las banderas de sus cuerpos y centenares de prisioneros, incluso entre estos algunos generales y multitud de jefes oficiales. El combate comenzó al romper el alba y concluyó a las ocho y nueve minutos de la mañana. Dios, libertad y reforma, 10 de agosto de 1860. Jesús González Ortega.

Cuentan que Miramón estuvo a punto de ser aprehendido, ya que fue perseguido pero logró saltar una cerca de piedras; asustado, comprendió que no habían ido por él sino por el caballo color oro que montaba. Gracias a que abandonó ese caballo pudo desprenderse de sus perseguidores y su escolta pronto llegó por él.

Hermilo era nieto de Julio Vázquez y Brígida Hernández, quienes con sagacidad dieron entrada al dinero y salida a las mulas, borrando las huellas de los animales que habían estado en ese corral ubicado en el barrio nuevo del pueblo. Hermilo tenía miedo pero una orden inflexible de su madre, se lo quitó: “deja caer las monedas al pozo”. Con el tiempo fueron sacando y fundiendo las monedas, borraron las marcas hasta que quedó sólo el metal. El lugar donde tenía los libros era un cuarto sin ventanas, con piso de barro, ladrillos rojos, paredes altas con vigas pintadas de cal con sal, ese blanco material que cuando se desprendía formaba figuras en el techo que uno podía darles forma de países o animales transitando en esa gran pradera casera pero celestial. En esas nubes de cal, uno cazaba entre dinosaurios y dragones, espíritus de alivio y paz, entre los países uno saltaba imaginando caras nuevas y palacios llenos de preguntas y misterios. El cuarto tenía una seguridad curiosa ya que no había cerradura en la puerta, pero el solo hecho de estar cerrada imponía respeto. Me recuerdo de niño asomándome con curiosidad y entrando a hurtadillas a ese territorio insospechado. Había periódicos amontonados, carpetas con calificaciones obtenidas en una escuela lejana que ofrecía cursos de electricidad por correspondencia, hojas de respuestas devueltas con acuciosa revisión y notas aprobatorias, en su mayoría con excelencia; recortes de revistas con asuntos de interés, libros y papeles y más papeles. Hoy lo llamaríamos acumulación pero en aquel entonces, era pura sabiduría.

En ese cuarto se habían fortalecido los intereses de Margarito –a quien nunca le gustó su nombre-. La falta de respiración de aquel cuarto lo impregnaba del característico aroma de papel viejo. Los libros eran el corazón de ese cuarto. Había una colección que se había formado con rigurosa selección. Se balanceaban los intereses, se buscaba la autorización en el Index Librorum Prohibitorum en su reciente edición, quizá la última editada. Como es de suponerse, en una economía nada abundante, la adquisición de libros resultaba una odisea que se hacía con gran astucia. Se intercambiaban algunos, se recibían pocos en donación y otros menos se compraban. En el cuarto sucedían trasformaciones en el espíritu. Cuando se salía de él, uno resplandecía iluminado. Los libros estaban colocados en una repisa hecha con tablas empotradas a la pared; pared que antes había sido puerta y que comunicaba a otros espacios de la casa. Debemos recordar que eran casas con cuartos contiguos, lo que la volvía en una casa interminable llena de cuartos y pasillos y estancias hasta que desembocaba uno en el corral, también lleno de misterio. Seguramente la distribución era un dispositivo primario de seguridad: si había un ataque, nadie tenía que salir a exponerse; además, los puntos vulnerables disminuían cerrando los extremos; por lo menos, así recuerdo jugar en aquellos aposentos donde establecíamos nuestros sitios de defensa y ataque…

Podría seguir horas y hojas y palabras y memoria, estimado lector, pero dudo que pueda llegar a transmitir algún día la sensación exacta de aquellos días que no se nombran, historias sin pausas que permanecen, perennes e intactas, en el corazón.

 

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo