EL MESÓN DE SAN ANTONIO


Historia sin pausas 1 de 2

Lánguido, el Mesón de San Antonio se recostaba viejo en los últimos momentos del Siglo XIX. Buscaba las rendijas para proyectar la tenue luz, las sonrisas y las experiencias tan llenas de sangre y sustos que no podían poner la cabeza en sosiego. Se hacía patria firme. Con la idea de la paz y el progreso, los habitantes de entonces transitaban de un siglo a otro. Ya para la primera década del novel siglo XX, se tenía revuelo con armas e ideas. El Mesón entonces, fue refugio de reflexiones y zozobras con dolencias que venían en la barca de la sobrevivencia y la economía. La inexorable modernidad hacía estragos. Los antiguos arrieros, amos y señores de los caminos, daban sustento a los mesones, sí, también al de San Antonio, ubicado en la entrada de la Calle del Señor de la Columna, que era la salida del camino a San Pedro Piedra Gorda, y de ahí lograr las lomas de los altos de Jalisco, caminar a Arandas y luego a Guadalajara, donde se abastecían de mercancías diversas o buscaban el mar en las playas de la costa de Jalisco y Colima. El mar era una salida hacia la liberación.

En el Mesón de San Antonio la agitación y el bullicio transitaban alterando al alba. El lucero de la mañana era un despertador visual y había que moverse rápido para ganar camino, salían “como almas que lleva el Diablo” y a veces ni el polvo se les veía. En el Mesón de San Antonio se debía estar al pendiente, pues había triquiñuelas sagaces, simples: un descuido y se podía terminar metido en un pleito, con aclaraciones molestas, desgastantes, que de plano tenían que terminarse con el pago de las mercancías robadas o cambiadas. Imaginen la situación: se habían metido dos burros en la tarde y por la mañana se sacaban dos burros, ¿cuál problema era el problema? Que no eran los mismos burros sino unos mejores a los que les habían echado el ojo. Lo mismo ocurría con las pertenencias: sarapes, lazos, reatas, hasta huaraches apestosos por uno más limpios y con más cuero. Por tanto, había que estar alertas para evitar esos problemas. Uno de los molestos lineamientos que se imponían a los establecimiento de alojo, era dar parte a la autoridad de quién había llegado y salido. Se buscaban delincuentes, cuatreros, pero sobre todo desertores del ejército.

El día empezaba desde la madrugada, pero llegaba la calma con el desayuno: frijoles refritos, huevo con carne y chorizo, o un bistec frito en manteca y el juguito que desprendía la carne. Era una delicia, se hacía “agua la boca” sólo con el aroma. Las tortillas recién hechas se tornaban un manjar especial al acompañar con mansedumbre y calor el platillo principal. El jocoque, una leche cortada, fortalecida, hacía estómago y entonces se meneaba agregándosele unos granos de sal. Se tomaba café o un te llamado hojitas, es decir, hojitas de naranjo, limón, hierbabuena, menta o azahares, dependiendo de la temporada. El pan de dulce era pesado, consistente, apretado, hecho con huevo y azúcar, sabores definidos pero adornos austeros y poco imaginativos, lo bonito era comerlo. Los bolillos eran magníficos, crujientes y salados, algunos rellenos con guisos que derramaban sabor. A grandes rasgos, las comidas eran dulces o saladas, punto, y se cometía una inmoralidad si se mezclaban. La cocina, como espacio, era lo bastante grande y pequeña para alojar a los comensales cotidianos, todo al alcance de la mano y todos a gusto en su espacio, el lugar se marcaba como territorio conquistado. Había un comedor que se revestía de manteles y holanes en ocasiones especiales. La abuela hacía postres, ella era una delicia en sí misma, tierna, paciente, amorosa, discreta, pero ella tiene una historia aparte en la familia.

Para el año de 1928 aún vivía la abuela Eulogia. Ciega y con los ojos desorbitados, buscaba sombras y recuerdos. Para entonces, pedía que le acercaran a los bisnietos para tocarlos, para sentir la sangre de su propia sangre y sentirse feliz y arropada por los suyos. Eulogia y Julio habían salido de la Sierra Gorda con aire puro y tristeza larga. Un día, pardeando la tarde, llegó Julio Vázquez y le dijo: “nos vamos al amanecer”. Desde el momento mismo del aviso, Eulogia comenzó a preparar el viaje. En esos días la desesperación había lesionado su fortaleza. Buscar otra vida en otro lugar era el remedio. Llegaron a Salamanca, se arrimaron al cobijo de unos parientes pero no se acomodaron ni unos ni otros, entonces siguieron su camino rumbo a Irapuato, a Arandas, a probar suerte. Ahí se establecieron, rondando ranchos y haciendas hasta llegar a Silao. El oficio de varillero siempre se mantenía en el filo de la sobrevivencia. Vendían botones, listones, tela para hacer ropa, dedales, agujas.

Hermilo ya se había ido de ese lugar casi veinte años antes, al inicio del siglo XX, buscando la sobrevivencia y sobre todo para escapar de los maltratos y la autoridad del padre, hombre que tenía la fuerza del dinero. Hermilo, dolido e ignorante, esperaba la herencia mientras mataba los días nadando en alcohol. En forma irónica decían: ¡salió muy útil!, es decir, borracho el condenado.

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo