EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Pasadas las navidades

Dicen que el simulacro de amor y paz y convivencia familiar ha terminado, que ya no es necesario aparentar que nos caen bien todos ni andar por ahí brindando nuestros mejores deseos, ni tenemos que fingir con el pariente que nos cae mal ni abrazar a quien no sea de nuestro agrado… ya las fiestas han pasado y todos regresamos a la normalidad de nuestras vidas. ¿Está usted de acuerdo con eso, estimado lector?

En mi caso, he de confesar que a mí sí me gusta ese mal llamado simulacro de amor y disfruto de la convivencia familiar, no porque sea perfecta, al contrario, es ese cúmulo de imperfecciones el que realmente valoro.

Como muchas familias, la mía se reúne para pasar las fiestas decembrinas; casi todos viajamos de otras ciudades para ir a visitar a una de mis hermanas y nos quedamos en su casa. La convivencia, pues, no se limita a unas cuantas horas, sino a días enteros y noches completas hasta convertirse en semanas. Más de una veintena de familiares, políticos y de sangre, turnándose para meterse a bañar, para preparar el café, para decidir qué comer; caer en discusiones triviales, pasar horas tratando de recordar con exactitud un episodio ocurrido en la infancia como si fuera un rompecabezas, reír por las remembranzas… y de repente, todo ese se convierte en una máquina del tiempo: volvemos a ser niños que andan en pijama hasta tarde, cómplices que prueban a escondidas el platillo que se servirá en la cena, contrabandistas de chocolates, niños que se emocionan con los regalos. Sí, quizá sean días incómodos; sí, quizá descansaríamos mejor en un hotel; pero entonces, no sería una Navidad memorable. Así, por lo menos me reconforta pensar que los que ya no están, nos miran desde otras latitudes con una sonrisa especial.

Y entre estos pensamientos nocturnos, interrumpieron mi sueño una avalancha de inquietudes que dieron forma a los desórdenes de mi inquieta mente.

“Trae esa espina, ¡presta!, déjenme explorar ese agujero, el sol se escondió… ¡sshhh!

El sol está secuestrado con el olvido, hasta ahora no hay ningún comunicado de rescate o de encuentro.

En las manos se siente el miedo, el tiempo pasado, como un tamiz, a contra luz mira en sus fibras hierbas de noche, de lunas oscuras.

El futuro es para mí una evidencia cargada de promesas, de juegos, que solventan miradas extraviadas en un horizonte cada vez más lejos atado a un chaleco con un-seguro-que-viene-atado-con-hilos-de-lana-de-ovejas-que-pastan-en-el-predio-de-lo-infinito.

Había algo que me intrigaba. ¿Soy realmente humano?

Cuando me pregunté qué edad tenía, los momentos se abanican: momentos de creación, desarrollo, madurez.

Todo lo dicho estaba con miedo de no atinar en verdad a la edad que me merecía.

¿Por qué quería ser humano?

¡Uf!

Una y otra vez demostrar la edad, el nombre, la condición de autenticidad de eso que llaman ser humano.

Sin proponerlo, siempre estoy en el filo de la molestia, haga fila, su identificación por favor, reviso por seguridad o la seguridad es revisada por su identidad. No tenía pinta de ser humano, de entrada, parecía más bien otra ciudad.

Después de tantos años, el Alfonso de hoy, aquí, es el mismo Alfonso que tiene raíces en…¡sshh! No lo diga por seguridad.

Entonces, el rostro se volvió pasado, pero las calles, esas calles del pasado están en descanso llenas de polvo y modificaciones al suelo, al alineado de las casas, ¿era una ruina o un sitio nuevo-viejo capaz de hacer correr los domingos de lluvia con barcos de papel-cargados-de-lunes-en­-las-manos-de-niños-infelices-porque-tienen-clases?

Haga fila.

Mientras espero el recorrido de ella, veo el futuro, está por ahí revestido de un sí, ¡váyanse a la fregada!

Ni creas que así vas a conseguir algo.

Topé de nuevo con el sol que poco a poco se iba escondiendo hasta meterse en el agujero, por ello prevengo esta espina de una afilada punta que no quita del rincón la esperanza. En apariencia todo está en paz, lo más viejos dicen que así viene tejiéndose todo, tiempo, historia, luces, sombras, suspiros, veredas, miedos, escondrijos, lo cotidiano, lo diario, lo semanal, los lustros, lo absurdo, todo se entrelaza, todo se vuelve misterio.

No vivo otra vida, soy yo, en apariencia me he querido zafar y me han visto jalonearme porque no acepto, no tengo anotado nada en la libreta, ni libreta tengo, no tengo mérito, ni reproduzco frases de bien o de mal. El ambiente se vuelve gris. Lo denso de todo este escenario hace aferrarse a la fuerza de un barullo de dos, quizá tres personas que van platicando por la calle.

Antes, en el pueblo, era el campanario el que marcaba el tiempo, ahora en las ciudades, el tiempo lo marca el semáforo… ¿o el trabajo?

Nada, nada de eso, quien marca en verdad el tiempo, es la soledad.

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo