EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Esa película ya la vi

Como usted ya lo sabe, estimado lector, hay dos grandes temas que han abarcado los titulares de los últimos días en todos los medios de comunicación: el juicio de Joaquín “El Chapo” Guzmán y la toma de protesta del presidente electo Andrés Manuel López Obrador.

Respecto al primero, he de confesar que no me ha causado tanto asombro -al igual que a la mayoría de los mexicanos- los detalles que los testigos de la fiscalía han expresado en su turno frente a la corte de Nueva York. En parte porque vi algunos capítulos de la serie de Netflix titulada “El Chapo”, que hasta parece que recibieron con anticipación las confesiones hechas por los ex colaboradores del capo, ya que de verdad está muy apegada a lo que están diciendo; pero en gran parte, porque todo lo dicho ya era del dominio popular.

Que si el gobierno recibe grandes tajadas de dinero por parte del narcotráfico, eso ya lo sabíamos; que si los policías están coludidos con la delincuencia organizada para operar impunemente, es un chisme viejo; que si Guzmán Loera cuenta, entre sus gustos excéntricos, cuenta con un zoológico en una de sus casas y una playa privada, era lo menos que imaginábamos.

Y lo sabíamos porque en México, al parecer, nacemos con un gen que nos hace, invariablemente, dudar de la autoridad. Este dato es muy triste… pero totalmente cierto.

¿En qué otro país los ciudadanos muestran desinterés por relevaciones que involucran actos de corrupción por parte de ex presidentes? Sí, porque aunque los nombres de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto -presidente aún en funciones- han sido mencionados durante el juicio, en México causó poco o nulo impacto.

Si tan sólo lográramos arrancar ese gen que nos dicta “dudar siempre de la versión oficial”, podríamos percibir la magnitud de las implicaciones que esas confesiones significan. De entrada, nos haría cuestionarnos qué más han hecho con el poder que la ciudadanía les ha conferido, a quiénes han ayudado y con qué fines; podríamos enjuiciar a los corruptos y con ello, sentar un precedente para que estos actos deleznables dejen de suceder.

Pero en México, que uno de los principales rivales de El Chapo y testigo estrella de fiscalía, Héctor Beltrán Leyva, muriera de un infarto en la cárcel a pocos días de ser extraditado para encontrarse cara a cara con el líder de una de las organizaciones criminales más lucrativas del mundo, se toma con humor, y hasta se tilda de ingenuo a quien trata de profundizar en el tema.

En fin, todo parece indicar que la trama de lo que pareciera una novela de Mario Puzo va para largo, y aunque ya todos sospechemos en qué va a terminar, no queremos perder detalle al respecto.

Sobre la inminente y cercana toma de protesta de Andrés López Obrador, a realizarse el 1 de diciembre, he de decirle, estimado lector, que como la mayoría, me mantengo a la expectativa de lo que nos deparará el próximo sexenio.

Lo bueno de eso, es que me dio tema para escribir un cuento.

Imagine que México llega con un reloj antiguo y descompuesto a la relojería y le pide al experimentado encargado que lo arregle. El relojero se coloca los lentes, examina el artefacto por largo rato (largo rato) y le asegura al cliente que sí tiene solución, que él se encargará de ponerlo en marcha nuevamente. Entusiasmado, el cliente sale del local con la esperanza de ver al reloj volver a funcionar. Al cabo de unos días, el cliente llega a la relojería y ve al encargado trabajando en su encomienda, concentrado, con las gafas puestas, visiblemente empeñado en la labor. El cliente, con temor a interrumpirlo, pregunta por el tiempo estimado que tomará terminar con el trabajo. Con paciencia, el relojero se quita las gafas, observa detenidamente al dueño del reloj y comienza a explicarle el desperfecto. Los engranajes están muy oxidados, son piezas difíciles de conseguir, la maquinaria es más complicada de lo que imaginaba, las manecillas están muy flojas, la cuerda ya no funciona… y así, todos los detalles que dificultan el funcionamiento del artilugio, pero le vuelve a asegurar su funcionamiento. Luego de varias semanas, el cliente -feliz y ansioso al mismo tiempo- llega a la relojería con la ilusión de poder llevarse su aparato, que tanto le gusta y que tiene en gran estima, pero se encuentra con la misma escena: el relojero con gafas escudriñando sobre el reloj. Cabizbajo, el cliente le vuelve a preguntar una fecha tentativa pero el experto vuelve a recitarle todo lo que está mal. Y así pasan los meses, y los años, hasta que un día, más fastidiado que molesto, el cliente llega para preguntarle con firmeza si el reloj volverá a funcionar, a lo que el relojero contesta: sí, pero tardaré otros seis años en repararlo.

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo