El tiempo nunca es suficiente (el espacio tampoco)

Por: Eduardo J. De La Peña De León

Monterrey, creo, 05:50 del 19 de abril de 2018

 

Esta no es mi columna semanal, ni un texto noticioso o informativo. No hay ni por qué aclararlo, pero siento que debo hacerlo, no sé si por mi formación de reportero o por mi manera de ser tan cuadrada en que llevo al extremo del ridículo o fastidio la pretensión del rigor periodístico.

Si fuera periodismo no podría escribir en primera persona ni ser protagonista en el texto. Si fuera el Índice –mi columna semanal–, o algún otro texto de opinión, no habría por supuesto autocrítica y seguramente sí muchos dardos para «los grupos y actores de la política, la economía y la sociedad» y poses de agudo analista.

¿Qué es esto entonces?, un texto personal para poner en orden mis ideas –me he creído mi argumento de que «pienso mejor por escrito»– y algunas reflexiones que acaso sean útiles a alguien más. Espero que cuando menos para mi hermano Paco, estricto Director de EL HERALDO, que ha sido inéditamente tolerante en las dos semanas en que no he escrito sobre política –en el fondo ha de sentir cierto alivio–. Recapitulando, espero que al menos a él le sirva para llenar un espacio y que sea tan generoso como para no censurarme, editarme ni recortar el texto si acaso me alargo de más.

Pocas, muy pocas veces he escrito a tan temprana hora, pienso que esta es la segunda en mi vida, pero se me fue el sueño desde pasadas las cuatro, no se exactamente por qué, estoy viviendo un proceso totalmente nuevo.

Hace como veinte días me hicieron un trasplante de hígado, entonces no se si estar despierto a estas horas tiene que ver conque acabo de renacer y traigo un desorden en mis horarios como todos los recién nacidos; o si es algún efecto de las medicinas; o las ganas de vivir; o que me sobra energía; o que aunque no las siento ni las identifico, traigo alguna preocupación que empuja para hacerse notar y ser atendida.

El último día del dos mil quince, a media mañana me despertó Barranco en su clínica con las típicas dos noticias, una medianamente buena y otra tremendamente mala. No había úlceras, que es lo que andaban buscando, pero sí várices esofágicas –hay algo a lo que así le dicen los doctores– y no, no eran a causa de las papitas y la valentina, ni por qué le hubiera entrado de lleno ese año al «maratón  lupe-reyes».

El origen y el problema real eran más graves, había várices por mala circulación abdominal, el tamaño que, ahí se dieron cuenta, habían alcanzado mi hígado y mi baso –así se escribe cuando es un órgano y no pieza de la vajilla– no permitían buena circulación, y además trabajaban deficientemente.

Al cierre del 2015 pasaban cruelmente la factura, cobradores implacables como la terquedad, el desorden, los excesos, las voluntarias ceguera y sordera, y un poquito la genética. Nunca quise ver lo que podía perder y los riesgos que estaba tomando, tampoco quise escuchar advertencias que se fueron dando en distintos tonos primero por mis padres, diferentes médicos, mi esposa y algunos amigos, y luego en señales por el propio cuerpo, que tuvo que elevar el tono y cobrar primero con la diabetes –y seguí necio, sí es muy mala, pero la controlo y ya, no pasa nada– y entonces se sumaron intereses y recargos, severos: hígado graso y várices.

Barranco pragmático, esto es serio, grave y pone en peligro la vida, pero se resuelve con un trasplante de hígado. Helado, dominado por el pánico, hice algunas preguntas y me dije «sí, cómo no…».

Abrumado por el miedo, la culpabilidad, y sumándole el enojo de Eleonor por la circunstancia que solito construí pero en la que por principio me llevaba de encuentro a ella y a mis hijos, di paso –otra vez, no había aprendido– a la autocomplacencia, «está exagerando, me pongo en orden y esto se compone, será muy buen doctor pero no conoce ni mi fuerza de voluntad ni está consciente de que existen los milagros y que soy un hombre de fe»…

El diagnóstico no era definitivo, pero sí certero, hacían falta una gran cantidad de pruebas de laboratorio, monitoreo de niveles, ecografías, ultrasonidos, tratamientos de contención, dieta, abstinencia. En esta etapa se arregla, me decía, pero no. Meses y meses, se descartaron cáncer y otras afecciones, pero todo indicando hacia el mismo diagnóstico inicial.

La disciplina y las medicinas habían contenido el avance de  la enfermedad, no avanzaba, pero tampoco había mejoría. Barranco firme en ir por el trasplante y me refirió con su maestra, la Doctora Cisneros que consulta en Monterrey.

La verdad no es exactamente esto lo que quería escribir, y ya me di cuenta que no es tan cierto que por escrito pienso mejor y pongo en orden las ideas, pero ya me salí de la idea inicial y tal vez el texto, si lo publican, vaya en dos o más partes –entregas dirían los clásicos del periodismo–. Quien sabe, yo como sea ahora tengo que seguir contando.

Nunca había querido ver médicos de Monterrey, cuestionaba a quienes afirmaban que eran mejores a los de Saltillo, estaba convencido de que lo decían sin sustento y más como una cuestión aspiracional o de estatus.

Aún creo algo de eso, y estoy convencido que no son mejores por el mero hecho de estar en una ciudad o en otra, pero lo cierto es que en Saltillo no hubiera encontrado una hepatóloga con estudios en Inglaterra y Japón, que tuviera más de 20 años de experiencia en trasplantes de hígado, que hubiera iniciado y coordinado por todo ese tiempo el programa de trasplantes de uno de los mejores hospitales de México –la clínica 25 del IMSS– y que coordinara en Latinoamérica un programa de investigación auspiciado por instituciones científicas y médicas de los Estados Unidos.

Tengo amistad, trato, y en algunos casos hasta relación familiar con varios médicos en Saltillo. El doctor Poncho, el doctor  Sergio, por supuesto Rafa Avilés –extraordinario y comprometido pero no indicado para mi edad ni para mi problema–, «El Chino» Rodríguez Wehbe, Evelyn, que atendía a mi padre, el Doc Raúl Carrillo –gran amigo, nacido en Múzquiz, radicado en Saltillo y aunque atiende y consulta en San Pedro ¡wow! no es lo que yo necesitaba–, o mi comadre y prima Ruth, o los doctores Nacho y Joel, buenos amigos del San Isidro pero son ginecólogos y además jubilados. Al internista Cristian González, bastante joven y profesional lo conocí hasta hace algunos meses. Pero en fin, todos muy buenos, pero ninguno con las credenciales y alcances de Laura Cisneros.

A seguirle entonces en Monterrey, para la doctora era suficiente el llamado de Barranco, lo reconoce y respeta como uno de sus mejores alumnos, pero quiso ver los estudios previos, con los que en principio confirmó diagnóstico y solución.

Pero no es tan sencillo como así, entran a la fórmula un paciente que se resiste a esa solución, terco en que la ruta del milagro para sanar no tiene que pasar por el quirófano; un estricto protocolo para ser admitido en el programa de trasplantes, primero en el del San José, y luego en el nacional, donde además había que convencer al Seguro de Gastos Médicos de que ese era el único camino y que se comprometieran, por escrito a pagar, al menos los gastos hospitalarios.

El tiempo corriendo, y siempre estábamos contra reloj. Raro, no me sentía mal, estaba de pie, pero realmente con una enfermedad grave y con una única alternativa de solución. Estudios y tratamientos cada vez más costosos no eran el remedio sino la ruta hacia resolver mi problema.

En los preparativos para el trasplante vinieron más medidas de disciplina y más médicos, desde un dentista para que no hubiera ni siquiera una carie; psicólogo; endocrinóloga; cardiólogo; neumólogo; gastroenterólogos; anestesistas; cirujanos; intensivistas; recorrido completo, que todos conocieran el caso, al paciente, valoraran los riesgos, dictaran las medidas preventivas necesarias y tuvieran todo siempre a punto para que en el indeterminado momento en que hubiera un órgano disponible entrara yo sin mayor trámite ni obstáculo directo a una operación, de por sí riesgosa y complicada.

Y hay que añadir que con todo y eso el Seguro exigió una segunda opinión y me mandó con un viejito que tal vez tenga muchos conocimientos y experiencia, pero que como médico es muy malo, pues además de tremendamente deshonesto, competidor sucio y desleal, ve primero por la compañía que le paga que por el paciente, y no tuvo duda en confirmar el diagnóstico, pero tampoco en reparos en ofrecer la misma solución «pero más barata», claro con él coordinando el equipo de trasplantes, y en el Universitario de Monterrey en lugar del San José. Que no tengo nada contra el Universitario, conozco y respeto el prestigio de la escuela de Medicina y el Hospital de la «Uni», pero ya me habían mostrado el equipamiento e instalaciones del San José, ahí estaba mi doctora y ahí había corrido todo el protocolo.

Aprendí que los trasplantes para que sean exitosos deben hacerse, parece obviedad pero tiene más fondo, cuando son necesarios. Esto es, correr los trámites y protocolos, que llevan un tiempo sobre el que no tienes control, tan pronto se sepa que un órgano funciona mal, que sus indicadores están en niveles que te permiten vivir, pero no sanar, y antes de que se comprometa la función de otros órganos o se deteriore la condición física a un grado en que sea imposible, médica y legalmente, operar.

Casi dos años después, el 6 de diciembre de 2017, se me dijo oficialmente que en cuanto a trámites todo se había hecho y quedado autorizado, por principio el compromiso del seguro de cubrir al menos gastos hospitalarios; la reconfirmación del diagnóstico indispensable para ingresar a las listas de espera de donadores; las también indispensables evaluaciones del estado físico actual, para entrar en cualquier momento al quirófano sin riesgos adicionales.

Desde ese momento nuevos requerimientos e instrucciones precisas. Llevar diez donadores de sangre, y tener identificados diez donadores de plaquetas. No apagar nunca el celular y permanecer, sin excepción, máximo a dos horas de Monterrey, para esperar la llamada en cuanto hubiera una posibilidad.

Hubo a partir de ahí, casi en lo inmediato dos llamadas, momentos intensísimos que luego contaré.

Con toda la anticipación, prácticamente desde el principio, con claridad y profesionalismo la doctora me precisó dos cosas, una, lo que cobraría el equipo de trasplante cuando ocurriera, una suma que por el número de especialistas, la complejidad del procedimiento, el tiempo y el riesgo que tomó, pero, principalmente, por el resultado que obtuvo, a mi me parece razonable, aunque los bandidos del Seguro dicen que es un robo, y que en todo caso lo pague yo, como también tuve que pagar el traslado aéreo del órgano que me trasplantaron, y que tuvo que ser con personal y equipo con autorizaciones legales, sin posibilidad de recurrir a amigos o conocidos que pudieran haber prestado o conseguido un avión. Pero ese tampoco es el punto.

Con la segunda cosa que precisó la doctora, retomaría la idea inicial de este texto. Me dijo que una vez hecho el trasplante, pasaría unos días en terapia intensiva y luego en la unidad de trasplantes, al menos unas dos semanas, si no había complicaciones, y que luego tendría que permanecer dos o hasta tres meses en Monterrey, aislado en un departamento, únicamente con mi esposa, y no como una segunda luna de miel sino como una condición indispensable para garantizar un ambiente de asepsia tan estricto, cuidado y renovado, como si fuera la ya mencionada unidad de trasplantes. O un departamento con esas garantías, o el hospital. Para mí la respuesta es obvia, para los del Seguro parece que no.

Entonces desde hace bastante tiempo supe que con la operación se iniciaría una etapa de casi tres meses en que no podría atender mis ocupaciones y responsabilidades. Eso me estuvo mortificando.

Y es que en mi vida cotidiana, y seguramente en la de todos, cada día es una danza interminable, dividida en innumerables roles. Sí, como el personaje de aquélla película de Pedro Infante, al que nada más veíamos correr y gritar «ya llegué vieja, ya me voy vieja».

Cada rol con su demanda de responsabilidad y tiempo. Esposo de Eleonor, amiga, compañera, hermosa, profesional competitiva y siempre hasta el tope de trabajo y ocupaciones. Padre, cómplice, acompañante, chofer, proveedor y administrador de dos extraordinarios adolescentes que viven intensamente sus facetas académica, deportiva, de formación religiosa y social, con todas sus implicaciones. Hijo y compañero incondicional de la mejor de las madres. Hermano de dos seres singulares, inmejorables y a los que por nada cambiaría. Compadre y amigo comprometido; las amistades surgen circunstancialmente, se solidifican con los años honrando valores de lealtad y tolerancia, y se mantienen con comunicación, convivencia, es decir tiempo.

Y la faceta personal se complementa con ser yerno, cuñado, tío, padrino de unos doce ahijados, primo, y sobrino. Vecino. Cada relación importante y a las que hay que dar como mínimo algo de tiempo.

La faceta profesional abarca ser parte de un equipo todo terreno, entregado 24/7, comprometido, dispuesto y profesional que todos los días del año presta servicios de análisis informativo, seguimiento noticioso en prensa, radio y televisión; producción radiofónica; oferta informativa a través de portales digitales; como director me toca coordinar al equipo operativo y como socio de la empresa comparto responsabilidades y tareas administrativas. Tengo además la colaboración semanal en el periódico de la familia, el decano en Saltillo, lo cual me implica mantenerme informado todo el tiempo y recabando ideas y tips; en la producción y comercialización de snacks de fruta deshidratada, todo englobado en las famosas «güasitas», soy administrador, vendedor, proveedor… Rifle, pato y cazador

¿Y lo aspiracional? tomé la ruta para ser algún día productor de fruta, honrando el ejemplo, la memoria y la herencia de mi padre. Estoy en la etapa de iniciación en el aprendizaje del manejo y administración de dos huertas de manzanas, un proceso que se lleva toda una vida y apenas mal completé un semestre. Pero además hay sueños de emprender más proyectos y planes, y en cada idea surgía el…pero, y si me operan ¿en qué avance lo voy a dejar? ¿Puedo iniciar ese nuevo camino?

La enfermedad me agarró en medio de otro gran proyecto familiar, la construcción de una nueva casa. La sacamos adelante casi al cien por ciento a gritos y sombrerazos, le faltan algunos detalles pero ya vivimos ahí desde diciembre. El tema es que la mudanza no ha podido terminar en cuatro meses, tenemos aún muebles y ropa en la otra casa, que la debemos vaciar para remodelarla y rentarla. Ya será en verano.

Asumir frenar todo esto por tres meses no era sencillo. Pero en la noche del 29 al 30 de marzo llegó la llamada con la noticia del hígado disponible y la confirmación de lo implícito, había que poner todo en pausa.

Y se puso en pausa. Ocurrió, como tenía que ocurrir. Dejando cada cosa en las manos indicadas para que sigan fluyendo en lo que me puedo reintegrar.

La hospitalización duró la mitad de lo esperado, en una semana tuve tan buena evolución que me autorizaron a irme al departamento, y ya aquí con una computadora a la mano, retomé al menos para estar actualizado, la mayoría de estos roles que he enumerado.

Muchos me han dicho «ojalá no te aburras, no eres para estar encerrado, aprovecha y descansa, olvídate de todo, no te preocupes», cosas así. Pues resulta que el tiempo disponible me da mucho espacio para pensar, y empecé a emprender cosas nuevas, y ya no encuentro tiempo suficiente.

Este es ahora sí el quid del relato. El punto principal de este texto. El tiempo, que por mucho que sea no es suficiente.

Inicio el día orando, porque estoy agradecido con Dios por el milagro que me regaló, quiero dar testimonio y pido porque las bendiciones lleguen a todos. Clara y abiertamente, sin pena, con todo y que la religiosidad no está de moda y es motivo de acoso y burla. No me importa. Respeto a los que auténticamente no creen, tolero a los que no practican, aunque lo hagan por comodidad y no por una real falta de fe, y espero para mi el mismo respeto y tolerancia.

Además de orar y rezar, que no es lo mismo, investigo de temas relacionados con la religión, la Iglesia, y el servicio a la comunidad. Leo sobre el Opus Dei; las misiones; los consagrados. Nutrición espiritual.

Leo cuando menos algún periódico al día, para saber quien vive y quien muere en el pueblo, saber qué ocurre y por la orillita asomarme a las campañas, de las que afortunadamente podré estar al margen todo este tiempo, sin que haya en ellas novedad de fondo, siguen siendo el mismo cochinero.

Me reporto con familiares y amigos, retomé las redes sociales que por meses dejé de lado y descubro que estoy obsoleto, pero que además entre el mugrero que abunda en ellas, hay valiosos videos de reflexión, discursos, entrevistas, de gente que está haciendo algo por transformar este mundo y que vale la pena conocer.

Leo un libro, interesante y extenso que me ha tomado más de un mes y no termino. Veo televisión, como nunca antes, pero mucho más selectivo en los contenidos.

Y en todo este proceso surgen las ideas que interrumpen sueño y descanso. Quiero escribir; quiero volver a hacer periodismo, con un enfoque más humano y propositivo; quiero ayudar a enfermos que viven una experiencia como la mía para que tengan una red de cobertura en todos los aspectos aún más sólida y amplía que la que me ha mantenido de pie; quiero emprender proyectos que permitan en los ranchos dar la vuelta a las heladas de abril, retener la mano de obra, generar empleo, mantener vivo el campo, a punto para el siguiente ciclo y, si se puede, generar algún ingreso. Quiero aprender a bailar. A tocar la guitarra. Escucho mucha música, y «estudio» inglés en una app.

Pero además hay que llevar un registro minucioso de cada ida al baño, aunque la doctora al final no lo lea. Hay que ir a estudios al hospital, hacerme análisis de laboratorio y acudir a las citas de seguimiento con los médicos.

El tiempo, entonces, es mucho y no alcanza, y eso que duermo menos.

 

Por eso la reflexión.

 

  • Sueña, pero también actúa.

 

  • Organiza tu día.

 

  • Define tus prioridades.

 

  • No pierdas tiempo en causas o cosas estériles.

 

  • Se vale descansar, el cuerpo lo necesita; distraerse y divertirse, la mente lo requiere. Pero que el ocio no te domine.

 

  • Vive en equilibrio.

 

  • Entiéndelo: VIVE.

 

  • Disfruta cada momento, como venga.

 

  • Aprovecha intensamente cada instante con tu familia y seres queridos.

 

Un apunte final. El verano anterior pudimos Eleonor, Paco, Lalo y yo realizar un viaje que habíamos soñado por varios años, a San Francisco y a Yosemite. Fue extraordinario, pero no aproveché la experiencia y a mi familia como tendría que haber sido. La enfermedad robaba energía, y los malestares, aunque casi imperceptibles, me mantenían malhumorado.

Aprendizaje. Puedes ir al destino más fantástico y sofisticado. Puedes tener la mejor compañía. Incluso llevar suficientes recursos. Realmente lo que se necesita es tener la mejor actitud.

Entendí, y este verano voy a tener la oportunidad de resarcir a Eleonor, Paco y Lalo, con una experiencia extraordinaria, sin ir tan lejos, tal vez con una travesía por el Cañón de las Alazanas, una tarde en la Casa de los Duendes, o un fin de semana en Zaragoza y Nava, o la visita al rancho de algún amigo o pariente. Ya veremos.

Si al menos una de estas líneas resulta interesante y útil a alguien, ya la hice. Otro logro.