MESÓN DE SAN ANTONIO

 

La feminidad y la masculinidad en nuestro tiempo

Cuando los charros aparecían en los desfiles patrios del 16 de Septiembre y 20 de Noviembre, mi abuela exclamaba “¡esos son hombres de verdad!” Para nosotros era un alivio, pues siempre eran el último contingente de esos eternos desfiles: pasando el último de ellos, podíamos romper filas y comenzaba la desbanda a los sitios de convivencia social. Por haber desfilado obteníamos una recompensa holgada, dinero para una nieve, la entrada al cine o para algo más.

El gusto de mi abuela por los charros se debía, entre otras cosas, a que ella había migrado del campo a la ciudad. El uso del caballo se fue perdiendo hasta convertirse en una actividad especial, con un hálito de alcurnia y posición económica muy desahogada. Costear uno o más animales ahora tiene un costo considerable.

El diccionario define a la charrería como el conjunto de destrezas, habilidades ecuestres y vaqueras propias del charro mexicano. De esta manera, mi abuela asociaba la hombría con la actividad del manejo de los animales: ser hombre era por antonomasia ser charro. De los que no estaban en ese perímetro, tenía sospechas. La radicalidad de su percepción respondía a los modelos estéticos y sociales con los que la sociedad se comportó hasta los años 40’s del pasado siglo. Ser hombrecito o ser hombre, correspondía a un sector que no estaba afeminado, por tanto, el charro concentraba esa osadía. Hubo una época, fines del siglo XIX y primera parte del siglo XX, en que se tenía la visión de que el hombre debía ser «feo, fuerte y formal”.

Este comportamiento hacía que los hombres tuvieran apariencia dura, faltos  de cariño, con expresiones limitadas de afecto, secos, rudos. Dar la mano no, ni que fuera perico. La hombría llevaba a imponerse a como diera lugar: aunque no hubiera razón, con gritos se arreglaba. El manotazo, el golpe, el desaire era un comportamiento que tenía su buena fanaticada y, la sigue teniendo.

Feo, es decir naturalito, el hombre no debía hacerse ningún arreglo, ni aunque tuviera una verruga prieta en la nariz, era como Dios lo había traído al mundo, fungía como proveedor, abastecía lo necesario, en ocasiones con suficiencia, era el que arropaba a la familia y la defendía de cualquier adversidad. Un padre para sus propios hijos y para quienes dependían de su gracia.

No ser así de recio era ir por el desfiladero de masculinidad. Todo lo que se usaba era tosco, jorongos, sarapes, camisas, zapatos. Lo fino era para fiestas o días muy especiales o para los “señoritos”.

Fuerte no se refería a lo atlético, sino que fueran fibrosos, que pudieran ayudar en las tareas cotidianas con holgura. Sin pandearse.

Formal era tener palabra, no importaba qué asunto fuera, dar la palabra era un contrato de buena ley que se cumplía a cabalidad. No hacía falta el papelito.

La mujer de ese momento era sumisa, abnegada hasta el llanto, gris hasta en el vestido; fiel, con la mirada baja, no se entrometía en las pláticas de señores, si hacía coraje de todos modos hacía de comer pues al hombre, se le ganaba por la panza.

80 años después el hombre se arregla de forma tal que se vuelve exquisito. La mujer se ha vuelto más inquieta, la moda hace estragos en su forma de vestir y se ha vuelto más varonil. La fealdad se mide con otros parámetros. Ambos van al gimnasio, se modelan los cuerpos e incluso se forman carrocerías llenas de egoísmo y admiración. Lo bellos es espectacular.

La mujer también se volvió proveedora, decide cosas familiares con soltura, en ella recaen muchas actividades que en otro tiempo eran exclusivas del varón. Esa correlación de fuerzas hace que instituciones como el matrimonio tenga muchas asimetrías y abusos domésticos poco reflexionados y menos atendidos.

En términos generales, tenemos una población más escolarizada, las mujeres son más en número en las escuelas y oficinas, pero se sigue adoleciendo de buenos trabajos y salario. La fuerza se mide en los éxitos laborales, académicos, económicos y sociales. ¡Traen para gastar!

La palabra perdió su peso específico y ahora sólo el papelito habla. Hay desconfianza y falta de lealtad.

Es una sociedad que anuncia dolores de parto. La tecnología va unida a nuestra vida, se tiene más confort pero a la vez más insatisfacción. Personas que corren enganchadas a los “buenos parámetros” de la vida económica pero se descarrilan.

Feo, fuerte y formal se trocó por atractivo, arreglado, musculoso y desconfiado.

¿Usted qué opina, estimado lector?

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo

Los comentarios están cerrados.